Leningrado

Algunas veces enojados y otras bromeando, los corresponsales acreditados en la URSS aseguraban que la palabra que más nos decían los funcionarios soviéticos, era niet (no).

Como quería conocer el país, dejé de preguntar y viajé más allá de los 36 kilómetros que durante mi estancia en Moscú de octubre de 1982 a enero de 1985, tenía autorizado moverme.

Mi primer viaje clandestino fue a Leningrado, distante unos 720 kilómetros, en un vagón infame con olor a pies, ajo y gente.

Compartí la cama baja de una litera, con un señor y su nieta; viajamos toda la noche apretados, con la niña tosiendo, las cabezas agachadas y las piernas encogidas para no topar con la cama de arriba y la litera de enfrente; por fortuna no había Covid.

Alojé en el departamento de una amiga moldava, porque sin permiso no podía llegar a un hotel.

Invitó gente a tomar té y cuando cerca las nueve de la noche se fueron, se metió a bañar aprovechando el noticiero Bremia (El Tiempo) que pocos veían, por aburrido y mentiroso.

Queriendo ayudarla, me puse a lavar trastes; de repente se anegó el piso y para averiguar qué pasaba, abrí una puertita bajo el fregadero y encontré una cubeta desbordante de agua grasienta.

Supe así que muchas viviendas carecían de drenaje y se debían acarrear los recipientes llenos a una coladera común que daba a una cisterna; y entendí, que la prohibición para viajar no era para salvaguardar investigaciones secretas, como nos decían, sino para ocultar las carencias del sistema.

Y eso que Leningrado era la segunda ciudad en importancia y recibía recursos especiales porque en 1945 fue declarada «ciudad heroica», en reconocimiento a la valentía de su población que resistió durante novecientos días el asedio de tropas alemanas; lo que fue fundamental para el triunfo de los países aliados en la Segunda Guerra Mundial.

El nombre original de Leningrado fue San Petersburgo, así la bautizó el zar Pedro I, quien la fundó en 1703 y fue capital del imperio ruso durante dos siglos.

En 1924 se lo cambiaron en honor a Lenin y en 1991, tras la disolución de la URSS, un plebiscito decidió que volviera a ser San Petersburgo.

Pedro I, llamado El Grande por su tamaño, fue designado zar en 1682; como tenía diez años, fue regente hasta 1696 su medio hermana Sofía.

Viajó por Europa, estudió en Alemania, trabajó como estibador en muelles holandeses y quedó tan impactado por el atraso de Rusia, que regresó decidido a modernizarla y allegarse un puerto en el Mar Báltico.

Para lograrlo, guerreó con Suecia, creó escuelas y museos, envió muchachos a estudiar al extranjero, obligó a los hombres a afeitarse y vestir como europeos y permitió a las mujeres descubrirse el rostro y participar socialmente.

Introdujo el Calendario Juliano y la celebración de Navidad y el Año Nuevo con arbolitos adornados.

Y reformó la Iglesia Ortodoxa, confiscando sus bienes, reduciendo el número de monjes y convirtiendo monasterios en hospitales y escuelas; suficiente, para que sus opositores dijeran que era «hijo del diablo».

Mediante batallas y tratados, como el que hizo con Polonia para quedarse con Kiev, extendió el territorio; en 1722 se declaró Zar de todas las Rusias y murió tres años después, de infección en la vejiga.

San Petersburgo lo recuerda en muchas obras, destacando su estatua monumental, palacios de invierno y verano y la Fortaleza de San Pedro y San Pablo en cuya catedral está la sala de los zares, donde reposan sus restos.

Tras mostrarme un pedacito de lápiz con el que era imposible escribir, la viejita que custodiaba los catafalcos imperiales me pidió le regalara la pluma atómica con la que apunté que se llamaba Tonia.

Y que rezara para que algún día pudiera cuidar los restos del último zar Nicolás II, la emperatriz Alejandra, nieta de la reina Victoria de Inglaterra, y sus cinco hijos; asesinados por los bolcheviques en Ekaterimburgo, en julio de 1918.

Platicamos con un ojo al gato y otro al garabato, no podía distraerse porque había turistas empeñados en tocar los catafalcos con pañuelos, que luego se pasaban por el cuerpo persignándose.

Y seguramente ahora lo harán con mayor afán, porque ya están Nicolás ahí y su familia, que fueron canonizados por la Iglesia Ortodoxa en 1981 y sus restos recuperados y llevados a esa sala, en 1998.

En varias novelas había leído referencias a la avenida Nevski, principal de Leningrado; por lo que quise caminarla hasta el hotel donde la nobleza comía pasteles; los seguían sirviendo y eran deliciosos.

En barquito y arropada con pieles, recorrí el река Нева (río Nevá) de 74 km, que pasa por el istmo de Carelia y desemboca en el golfo de Finlandia; y cuyos embarcaderos son parte del bello centro histórico, patrimonio de la humanidad.

Toda esa sensación de elegancia se esfumó en el autobús turístico que abordé para ir al Palacio de Verano y la Casita de Catalina, ubicados en las afueras.

Porque a poco de sentarme, sentí un calorcito rico y después un olor raro y dolor en el pie derecho; el piso metálico había derretido la gruesa suela de goma de mi bota.

Y después, el chofer me regañó por no haber leído la pravilna, instrucción pegada a la puerta especificando los asientos que no debían usarse, para no achicharrarse.

Visité iglesias, palacios, museos, teatros y la mezquita musulmana más importante de Europa, con capacidad para cinco mil fieles, usando zapatillas de tenis con los que me helaba, hasta que compré unos botines finlandeses que todavía uso en climas fríos.

Estuve varias veces en el Hermitage, fundado en 1764 por la zarina Catalina, primero sirvienta y luego segunda esposa de Pedro I, con el que tuvo once hijos de los que solo dos sobrevivieron la infancia.

Construido cerca del Palacio de Invierno, es el segundo museo más antiguo del planeta, después de la galería de Los Oficios de Florencia; guarda la colección de arte más grande del mundo y salones recubiertos de ámbar o piedras preciosas.

Y se combate a los ratones con muchos gatos que de día flojean en el primer piso; al que pude echar un vistazo, por amabilidad de sus guardianas.

Una de ellas me contó que, recién inaugurado y para estimular que los rusos se culturizaran, regalaban a la entrada un trago de vodka y a la salida un sorbo de café; entonces novedad muy apreciada.

Estuve también en la Kunstkámera, (cámara de fenómenos) fundada por Pedro el Grande para estudiar científicamente, la razón de rarezas y deformidades que se creía. obedecían al mal de ojo.

Pese a sus ansias de modernidad y cultura, Pedro El Grande cometió crueldades y excesos.

No la vi, pero me dijeron que la Kunstkámera exhibía la cabeza de Willem Mons amante de Eudoxia, primera esposa de Pedro y madre de sus tres hijos mayores, al que ordenó decapitar y que su cabeza fuera colgada en el dormitorio de la emperatriz.

Teresa Gurza
Periodista. Soy mexicana, estudié la carrera de Historia y soy Locutora, Cronista y Comentarista y Licenciada en Periodismo, pero ante todo reportera. Me inicié en televisión en 1970 y fui reportera, conductora y productora de programas noticiosos; reportera de asuntos especiales de los diarios El Día, UnomásUno y La Jornada, y corresponsal en la Unión Soviética, Checoslovaquia y Michoacán. Por razones familiares, mi marido era chileno, viví en Chile más una década. He recibido muchos premios y reconocimientos, entre ellos el Nacional de Periodismo en Reportaje y ahora radico en México y escribo artículos para Periodistas en Español y otros medios.

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