Eduard Soler i Lecha1
Los vídeos de la organización Estado Islámico tienen una indudable capacidad de condicionar la política internacional. Están diseñados para avivar las llamas del conflicto. Llevan meses haciéndolo en Siria e Irak y ahora ha llegado el turno de Libia. Ni las víctimas ni el lugar son fruto del azar.
Decapitar a 21 cristianos egipcios en las playas de la Tripolitania, a pocos centenares de kilómetros de las costas italianas, tiene una intencionalidad clara: escalar e internacionalizar el conflicto. Y a juzgar por las primeras reacciones les estaba dando resultado: Egipto bombardeó varios objetivos en Derna y Sirte y se empezó a hablar de una intervención internacional con mandato del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (CSNU).
Se estaba especulando sobre esta posibilidad cuando el primer ministro italiano, Matteo Renzi, advertió que no podía pasarse de la indiferencia más absoluta a la histeria. Poco después, se hacía público un comunicado conjunto de Francia, Italia, Alemania, España, Reino Unido y los Estados Unidos que omitía cualquier referencia a una operación militar y subrayaba que la prioridad es conseguir una solución política al conflicto en Libia ya que es lo que ha permitido el fortalecimiento de grupos como Estado Islámico. Ésta y otras muestras de prudencia surgieron efecto de cara a la reunión de urgencia del CSNU del 17 de febrero y Egipto retiró la propuesta de operación militar. No obstante, la crisis de los rehenes coptos demuestra que hay actores -Egipto es el más visible pero no el único- que están dispuestos a embarcarse en una intervención militar y que la organización Estado Islámico quiere empujarlos a que lo hagan.
Es probable que se repitan las escenas de tensión mediante nuevas provocaciones en forma de vídeos y operaciones terroristas. Y que vuelva a ponerse sobre la mesa la opción de intervenir militarmente. Por eso es más necesario que nunca entender qué falló en la anterior intervención militar, si es verdad que, como decía el premier italiano, hasta ahora se ha reaccionado con indiferencia y qué riesgos comporta una estrategia de injerencia, entendida como el apoyo a una de las partes en conflicto.
La intervención internacional que terminó con el régimen de Gaddafi se fundamentó en laResolución 1973, adoptada el 17 de marzo de 2011 en el CSNU. Invocando el principio de responsabilidad de proteger (R2P), la OTAN ejecutó una operación, previamente avalada por las llamadas de la Liga Árabe y el Consejo de Cooperación del Golfo para establecer una zona de exclusión aérea, y que contó con la implicación directa de tres países árabes: Qatar, Jordania y los Emiratos Árabes Unidos. Esta intervención ha sido objeto de dos críticas que no se excluyen mutuamente. La primera es la de quienes sostienen que se pervirtió el mandato original para convertirla en una operación de cambio de régimen. La segunda cuestiona que, si el objetivo era proteger a los civiles, no podía darse por concluida la intervención con la caída de Gaddafi y que, por lo tanto, debería haberse prolongado aunque fuera con otros medios.
En esta línea, sobresale la incapacidad para abordar seriamente el reto del desarme, desmovilización y reintegración así como el proceso de reconciliación nacional. ¿Por qué? Por el orgullo de los nuevos dirigentes libios que rechazaban recibir lecciones, porque una operación ligera como la que puso en marcha Naciones Unidas era todo lo que estaban dispuestos a aceptar y también por la falta de coordinación entre los socios internacionales, ya que cada uno perseguía oportunidades de colaboración bilateral con las nuevas autoridades en detrimento de una estrategia compartida. Además, algunas buenas noticias como la altísima participación y razonable normalidad en las primeras elecciones de 2012, contribuyeron al espejismo de que Libia podría consolidar su transición sin demasiados sobresaltos.
Lo que seguiría después enterró este efímero optimismo. Hoy Trípoli y Bengasi son campo de batalla, grupos islamistas como el que controla la ciudad de Derna han jurado lealtad a la organización Estado Islámico y áreas del país (especialmente en el este y en el sur) escapan a cualquier control gubernamental.
Porque gobierno no hay solo uno. Existen dos estructuras paralelas; una con sede en Trípoli, con Omar al-Hassi al frente, apoyada por grupos revolucionarios, por las poderosas milicias de Misrata y también por grupos islamistas de signo distinto, y otra con sede en Tobruk, reconocida internacionalmente y cuyo presidente es Abdullah al-Thanni, quien se ha hecho fuerte en el este del país, a la que se adhieren sectores del antiguo régimen y que cuenta con el respaldo, en el oeste del país, de las milicias de Zintan.
En el campo de batalla actúan dos alianzas distintas, una llamada Dignidad y liderada por Khalifa Haftar, alineada con el gobierno de Tobruk y que dice tener como principal objetivo erradicar a las fuerzas islamistas, y la alianza rival llamada Amanecer Libio (Fajr Libia), que sus detractores califican como islamista y cuyos partidarios se presentan como baluarte de la revolución.
Pero volvamos a la frase de Matteo Renzi. ¿Hemos sido indiferentes ante esta degradación? Su afirmación tiene mucho que ver con el hecho de que, con la crisis en Ucrania, buena parte de la atención europea se ha desplazado hacia el este. Sólo Italia, Malta y, en cierta medida, España, han actuado en los últimos meses como si Libia supusiera una amenaza fundamental para la seguridad europea. Pero más que indiferencia, deberíamos hablar de unos europeos superados por la acumulación de crisis y paralizados ante la complejidad de los actores en juego y la rapidez con la que se precipitan los acontecimientos. A los máximos responsables europeos les resulta difícil decodificar la situación y ven Libia como un campo minado en el que, si se aventuran a entrar, tienen grandes posibilidades de salir malheridos.
Otros actores sí que han dado un paso al frente. El caso más notable es el de Egipto, inmerso desde hace meses en una batalla diplomática para que se reconozca al gobierno de Al-Thinni como el único interlocutor legítimo. Además, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos estuvieron detrás de los bombardeos contra objetivos islamistas en la batalla de Trípoli de agosto de 2014. Por su parte, El Cairo acusa a dos poderosos actores regionales, Turquía y Qatar, de estar apoyando al gobierno de Trípoli por sintonía ideológica con los Hermanos Musulmanes. Así pues, a la existencia de un conflicto de por sí complejo entre milicias, facciones tribales y sensibilidades territoriales e ideológicas, hay que sumar el enfrentamiento entre potencias regionales para consolidar su influencia o, lo que es lo mismo, mermar la de sus rivales.
Por ahora se ha descartado una intervención militar en Libia pero la indiferencia o, mejor dicho, la parálisis no es una alternativa viable. Debe actuarse para que fructifiquen las conversaciones entre las distintas facciones libias pilotadas por Bernardino León, diplomático español que, tras ocuparse de Libia en la UE, está ahora al frente de la Misión de las Naciones Unidas de apoyo a Libia (UNSMIL). Este proceso debería culminar en la creación de un gobierno de unidad nacional. Y uno de los interrogantes que se abren ahora es si la presencia de Estado Islámico en Libia puede contribuir a acercar posiciones entre los principales actores en juego.
Es sólo en apoyo a ese futuro gobierno de unidad nacional que podría tener sentido algún tipo de operación de mantenimiento de la paz, bajo mandato de Naciones Unidas, con implicación de actores regionales y con la posibilidad de incorporar un componente militar. El objetivo de una intervención nunca debería ser tomar partido sino apoyar al futuro gobierno de unidad, tanto en los esfuerzos de reconciliación como en la lucha contra organizaciones terroristas que se han instalado en Libia, evitando que el país sea una plataforma de grupos criminales que no sólo amenaza la seguridad de los libios sino también la de sus vecinos, protegiendo adecuadamente a los civiles y tomándose seriamente el reto del desarme, la desmovilización y la reintegración de las milicias.
Además, antes de tomar cualquier decisión sobre qué hacer en Libia a partir de ahora, no estaría de más que todos los actores, incluidos aquellos que como Egipto han optado por una política de injerencia, se pregunten qué es lo que está buscando Estado Islámico. La crisis de los rehenes egipcios pone de manifiesto que lo que esta organización persigue es boicotear un acuerdo político y empujar hacia el conflicto a cuántos más actores mejor. Sería un gran error darles esa satisfacción.
1 Eduard Soler i Lecha es coordinador de investigación del CIDOB
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