Lo que es bueno para los millonarios…

Joaquín Roy[1]

La carta de 400 millonarios de Estados Unidos al Congreso legislativo recomendando el rechazo de la medida del presidente Donald Trump para recortar drásticamente la carga fiscal de los más ricos es la gota que ya está colmando el vaso de la paciencia generalizada.

Cada día que pasa, los sufridos ciudadanos de la todavía mayor potencia de la galaxia perciben estupefactos cómo desde la Casa Blanca se transpira un clima trufado de mentira, arrogancia, y arbitrariedad. Pero lo que sería reflejo de una política más propia de dictaduras de baja calidad, es en realidad una muestra de una profunda ignorancia de la economía.

Creer que la rebaja drástica de los impuestos a los más pudientes beneficiaría a las capas sociales más inferiores no se sostiene por ninguna teoría del crecimiento, además de constituir una clara figura delictiva de injusticia social.

Recuerda como una gota de agua a otra a la fallida política de Ronald Reagan (1981-1989), que se conoció como economía en «cascada descendente». Según esa lógica, el enriquecimiento de las capas superiores beneficiaría a los más desposeídos, según una curiosa ley de la gravedad financiera.

Nada tiene de extrañar esta idea peculiar de Trump, ya que desde el comienzo de su mandato, en enero, su nombramiento ha cosechado una antología de fracasos legislativos (inmigración construcción del muro, plan de salud), mientras ha mostrado una peculiar cualidad como administrador en rodearse de una serie de militares jubilados para los puestos de seguridad nacional.

Pero es en el resto de la administración donde ha demostrado una obsesión diabólica en el nombramiento de ejecutivos o dueños de grandes empresas y los ha catapultado a la cima del poder político.

La dimisión de una docena larga de estos neófitos en el arte de gobernar quedará en los anales de la República para el exhaustivo análisis histórico. Nunca antes en el devenir de este admirable país tan pocos han hecho tanto daño en tan poco tiempo, para parafrasear al británico Winston Churchill.

Los 400 firmantes de la carta de rechazo de la propina de Trump, liderados nada menos que por George Soros, temen pasar a la historia no solamente como los sepultureros enmudecidos de un capítulo concreto de esa historia del país, sino también como coautores de un suicidio económico-político.

No quieren ser identificados como los que se han cobijado bajo el manto del poder, como en su momento tuvo que hacerlo Charles Wilson, jefe ejecutivo de la General Motors, al ser propuesto por Dwight Eisenhower (1953-1961) como secretario de Defensa.

En la audiencia senatorial a la que consuetudinariamente deben someterse los nombramientos del gabinete presidencial, se le preguntó a Wilson si no se enfrentaría a un conflicto de intereses al tener que tomar decisiones contrarias a los intereses de su anterior empresa.

Contestó imperturbable que no veía contradicción alguna, ya que lo que «es bueno para General Motors es bueno para América (Estados Unidos)». Dicen los estudiosos rigurosos que en realidad su afirmación fue al revés: en lugar la lapidaria admiración por el capitalismo, aludió a que lo que era bueno para Estados Unidos debía ser bueno para la economía privada.

En la legión de los nombramientos de dueños y altos cargos de empresas para el gabinete de Trump, parece ser que la respuesta sería que «lo que es bueno para General Motors es bueno para… General Motors». Punto.

Obsérvese que las voces que aparentemente están aquejadas de complejo de culpa son al mismo tiempo practicantes de un deporte importantísimo del sistema socioeconómico de Estados Unidos. Nada sería de extrañar que numerosos firmantes tengan un récord impresionante de altruismo y compitan entre ellos en los listados del campeonato de la filantropía.

Unas leyes imaginativas han permitido el éxito de lo que en otras latitudes es insignificante, limitado o casi clandestino, ya que numerosos sistemas fiscales de América Latina y Europa no favorecen las ventajas de las donaciones, dejándolas a merced de la simple caridad.

En Estados Unidos, esta práctica tiene suculentas ventajas, además de regalar al donante con una aureola de civilidad y honorabilidad difícil de conseguir de otra forma.

El sistema no solamente está reservado a los más pudientes, sino que también está abierto a los ciudadanos de a pie, quienes por unos procedimientos simples y llanas declaraciones pueden beneficiarse de desgravaciones.

Algunos de los que nos dedicamos a la enseñanza lo comprobamos a diario, sobre todo en los centros privados que dependen de la satisfacción de las tasas de matrícula y las donaciones.

Los aplausos para este sistema son permanentes, pero esconden una desigualdad entre los sectores que no se pueden permitir esta largueza y los que disfrutan de sólido acomodo.

De forma indirecta, pero muy precisa, los filantrópicos deciden arbitrariamente qué sectores de la sociedad reciben los fondos que de otra manera deberían ser canalizados por las arcas públicas.

Los firmantes de la carta de rechazo para la generosidad de Trump creen que la libertad de distribución de beneficios puede llegar al límite. La creciente desigualdad puede hacer estallar el sistema que tan bien se ha portado con ellos.

Los votantes de Trump en algunos estados lastrados por el desempleo se pueden rebelar si no reciben los beneficios prometidos.

  1. Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
  2. Columna distribuida por IPS
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