Se presenten como de derechas, izquierdas, liberales. Actúen preparando elecciones de cualquier índole, o ya instalados en el Gobierno o la oposición. Hablen de lo que van a hacer o de lo que están haciendo en su gestión. A todos les une una muletilla idéntica: cuanto llevan a cabo, crean o efectuarán si en ellos confían es en nombre o por mandato del pueblo o de la gente.
No solo se identifican con él: ellos son sus delegados. «El pueblo soy yo»·. Ya no es el rey quién así habla y se justifica en sus actos: ahora es la democracia. Y si los representados o sus partidos son corruptos, no importa, parte sustancial del pueblo les vota o aclama. Y lo mismo ocurre si se trata de un futbolista de fama o de alguien del espectáculo. Porque, insisten, quienes les acusan «no son el pueblo o la gente».
Y ahora ya no necesitan organizarlos en las barriadas, aldeas o ciudades, o montar reuniones con «ese pueblo» o «esa gente»: basta dirigirles uno a uno mensajes de no más de tres líneas, con repetitivas e insustanciales frases, eslóganes, calificaciones o descalificaciones de «los otros», tan simples como machaconas, para que así se eliminen los razonamientos, el diálogo, las controversias, que ellos dirigirán a su vez a otros y los medios de comunicación los exhibirán como el sentir de los ciudadanos, aunque intervengan apenas una decena de ellos, pero que hacen creer representan la voluntad del pueblo o de las gentes. Son los nuevos catecismos, como el Ripalda: solamente demandan confirmación, que digan: sí maestro, que el pueblo y la gente, aunque conformen una minoría, se muestren como un eco de sus palabras, voceros de lo que se insufla con sus dogmas, coros que las repiten donde sea, del bar a la plaza pública y siempre con el apoyo de los medios de comunicación.
Y así «ellos», los que van a hablar en su nombre, pueden desarrollar su fuerza y su mandato en las superestructuras de su poder, aunque éste sea autárquico, dictatorial -pero siempre en la sociedad denominada democrática-, represivo o mero espectáculo, porque para algo han conseguido el mandato del pueblo o la gente que delega su poder en ellos, por muy autoritario o corrupto que sea. De Hitler a Stalin, del representante del liberalismo o la socialdemocracia o el fascismo a Trump. Porque fueron los votos y las aclamaciones de la mayor parte del pueblo o la gente, de la que todos hablan y a la que todos representan, quienes les llevó al poder.
Y uno piensa en un simple poeta que era pensador y hombre bueno, Antonio Machado, cuando hablaba de que no le hablaran en nombre del pueblo, sino de personas que tenían nombre, a las que podían dirigirse, una a una y no como si fueran un simple rebaño de ovejas, esa masa que tan profundamente analizó Elias Canetti. Porque la libertad solo puede residir en la diferencia, no en el aplauso mimético, en el diálogo que presupone escuchar y aceptar para discutir al que piensa de manera distinta a la nuestra, en la particularidad de cada una de las personas que habla a través de pensamientos y no de eslóganes.
Mas volvamos a esa perversa utilización del pueblo, o la gente, con la que se llenan la boca día tras día y mitin o conversación constante los políticos que dicen representarle, y lo vamos a hacer con otro poeta, que fuera secretario de la Academia sueca y los premios Nobeles, Artur Lundkvist:
El que con mayor grandiosidad habla del pueblo,
quiere utilizarlo para sus propios fines.
El que se hunde en las profundidades del pueblo,
quiere evitar sus propias responsabilidades.
El que se emborracha con el pueblo,
convierte al pueblo en alcohol.
Para el que comercia en nombre del pueblo,
el pueblo se convierte en un mercado.
Para el que apela a la libre voluntad del pueblo,
el pueblo es una oveja en un redil.
Para el que adula la inteligencia del pueblo,
el pueblo es ciego y mudo.
No ignoro que escribir contra corriente es molesto. Mas yo soy de los que piensan como Norberto Bobbio, y considera que no podemos escribir, pensar, por mucho que combatamos a la derecha y la ultraderecha, sin ser críticos, reflexivos, exponer nuestras dudas y negar los catecismos y los dogmas, y que el pensamiento y la razón crítica en la construcción de la libertad son necesarios para alentar auténticos procesos revolucionarios y no meros conformismos por las ansias de poder que termina siendo devorado por el gran poder del autoritarismo.
El pueblo y los nacionalismos
También podríamos referirnos al pueblo y los «nacionalismos» y en la Cataluña inmersa en años de corrupción y nepotismo capitalista, encontramos un referente. En nombre del nacionalismo y alentando al pueblo a que solo piense en banderas, himnos y falsas independencias -que denuncian la de España, pero no de los Estados Unidos, el neocapitalismo y demás poderes nacionalistas e imperialistas a los que son serviles-, a la par que esconden su única razón: que el pueblo les delegue poder para seguir conformando las tramas de dominio corrupto y explotación capitalista y pobreza cultural alentada por endogamias frente a multiculturalismos.
Y dónde terminan estos falsos nacionalismos podrían reflejarse en las actuaciones de las España, Francia, Inglaterra, Bélgica, por poner unos ejemplos, imperiales, las guerras mundiales, los regímenes amparados por dictadores en Alemania, Italia, España o la Rusia de Stalin, o Rumanía, Camboya, etc. las autarquías que se valen de las religiones, los inmensos genocidios de los pueblos débiles, y la cultura unidimensional y destructora del pensamiento que con las nuevas técnicas y utilización partidista de las ciencias están destruyendo la humanidad.
Porque los nacionalismos -no hablamos de las luchas de liberación nacional, de las rebeliones de los pueblos oprimidos para recuperar su libertad frente a los opresores que buscan sus riquezas y la esclavitud de sus ciudadanos– son aberraciones de un puñado de depredadores que aspiran al poder, escudándose en símbolos que para algunos de nosotros se tornan irracionales, porque odiamos las fronteras y creemos en la multiculturalidad, y que se envuelven en demasiados aspectos en xenofobias y discriminaciones al ampararse en conceptos integristas, sean raciales, religiosos o territoriales.
Al fin siempre llegamos a lo mismo: el pueblo, la gente, esquilmados y alienados por quienes hablan en su nombre.