La izquierda de Brasil va camino de quedarse sin la esperanza de volver a gobernar y de perder relevancia política tras la condena del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva a nueve años y medio de prisión, por corrupción, según el análisis de la situación política de Mario Osava[1] (IPS).
La sentencia en primera instancia del juez Sergio Moro, emitida el 12 de julio, no significa su encarcelamiento inmediato, pero hace más concreta la amenaza de detención y el fin de la carrera política del líder que alienta la izquierda y la mantiene rehén de su destino personal.
Todo depende del juicio en segunda instancia, en el Tribunal Regional Federal del sur, en que tres jueces de apelación decidirán si es jurídicamente válido o no el fallo de Moro. Si confirma la condena, Lula no podrá participar en las elecciones de octubre de 2018, su declarado objetivo.
La ley de «ficha limpia», una iniciativa popular aprobada por el legislativo Congreso Nacional en 2010, inhabilita políticamente a todos los condenados por un tribunal de apelación.
Lula fue condenado por supuestamente haber recibido de la Constructora OAS un apartamento de lujo en la playa de Guarujá, cerca de São Paulo, cuyo valor se estimó en 2,25 millones de reales (700.000 dólares al cambio actual).
Sería una retribución por el apoyo de su gobierno (2003-2011) a OAS para la obtención de contratos de la empresa petrolera estatal Petrobras, epicentro del mayor escándalo de corrupción ocurrido en Brasil, que involucra a centenares de políticos y empresarios, incluido el actual presidente, Michel Temer, sobre el que pesa la amenaza de un juicio en el Supremo Tribunal Federal del país, si la Cámara de Diputados lo aprueba.
Lula y sus abogados arguyen que no hay pruebas, ya que el apartamento nunca fue propiedad del exmandatario, cuya esposa, la fallecida Marisa Leticia da Silva, se habría interesado por el inmueble, sin que se concretara la compra.
El fallo de Moro tiene motivaciones políticas, según Lula, porque intenta cerrarle el paso a su retorno a la presidencia. «Sigo en el juego», anunció en su primera reacción a la condena provisional.
Será una carrera contra el tiempo. Como el Tribunal Regional suele demorar un año en el análisis de los recursos recibidos, la revisión del caso de Lula tendría lugar poco antes de las elecciones del 7 de octubre de 2018. Pero el plazo es incierto, ya que hubo casos que tardaron más de 20 meses en resolverse.
Si Lula resultase elegido como próximo presidente antes de la sentencia definitiva, se suspendería el proceso, porque el jefe del Estado no puede ser juzgado por «actos ajenos al ejercicio de sus funciones», según la Constitución.
Las incertidumbres son muchas. El Tribunal Regional suele confirmar las penas impuestas por Moro en procesos por corrupción, pero de las 48 que evaluó, dictó cinco absoluciones, en general por insuficiencia de pruebas, lo que alienta a los abogados de Lula.
Hay opiniones discrepantes de juristas que comentaron públicamente el caso, reflejando sesgos políticos. El mismo juez Moro reconoció no haber decretado la detención de Lula «por prudencia», ante los «traumas» que generaría el encarcelamiento del expresidente, el primero en la historia condenado penalmente.
Su drama judicial no acaba aquí porque el líder del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT) tiene otras causas abiertas por corrupción pasiva, legitimación de capitales y obstrucción de la justicia.
Habría recibido favores de constructoras para construir la sede del Instituto Lula, que tampoco se concretó, y para reformar una finca para su uso, aunque sea una propiedad a nombre de amigos suyos.
Además se le acusa de ayudar a la constructora Odebrecht a obtener préstamos del estatal Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, así como a intentar el silencio de un exdirector de Petrobras que decidió colaborar con la justicia.
Cualquiera que sea el desenlace de esos procesos, la izquierda ya perdió el protagonismo que ejerció en la política brasileña en los últimos 30 años y tiende a limitarse a una resistencia debilitada por la pérdida de su base social e de la identidad, en un proceso similar al de otros países.
La reforma que flexibiliza las leyes laborales, impulsada por el gobierno de Temer, impopular y en peligro de ser destituido por casos propios de corrupción, resultó fácilmente aprobada en la Cámara de Diputados en abril y en el Senado el 11 de julio.
Fueron vanas las protestas sindicales y de un puñado de parlamentarios.
Los escándalos de corrupción golpearon duramente la izquierda representada por el PT, aunque los sobornos fuesen moneda tradicional entre políticos conservadores, según las investigaciones policiales y los testimonios de los que decidieron colaborar con la los jueces.
El ahora gobernante Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) tiene prácticamente todos sus dirigentes nacionales, como Temer y sus principales ministros y líderes parlamentarios, acusados en numerosos procesos de corrupción.
Pero el PT encabezaba el gobierno cuando la operación «Lava Jato (autolavado de vehículos)» empezó a desnudar desviaciones de recursos de la Petrobras, hace tres años, teniendo petistas como sus primeros blancos.
Las revelaciones indican un aumento de la corrupción durante los gobiernos de Lula y su sucesora Dilma Rousseff, también del PT, apartada de la presidencia en mayo de 2016 y destituida el 31 de agosto siguiente, por irregularidades administrativas.
Además la corrupción es más contradictoria en el PT, que creció en las décadas de los 80 y 90 gracias en parte a su radical oposición a los políticos tradicionales y «embusteros», con un discurso fuertemente moralista.
En aquella época el partido se financiaba con contribuciones de sus miembros, los recursos heterodoxos vinieron después. Desmoralizan el PT, pero debilitan toda la izquierda, que no logró aún componer una alternativa a la hegemonía petista.
El esfuerzo por mantener la candidatura de Lula en 2018 responde a objetivos coyunturales de un poder obscuro. Es difícil imaginar un triunfo y que podría hacer un gobierno del PT en una correlación de fuerzas totalmente desfavorable.
Nacidos de luchas obreras en el estado de São Paulo, el más industrializado de Brasil, Lula y el PT sufren ahora en su cuna el más airado rechazo de las capas medias. La decadencia industrial paulista quizás explique el cambio.
El mayor respaldo electoral petista se concentra ahora en el Nordeste, la región más pobre y campesina del país, que prosperó durante los gobiernos del PT.
El desafío de la izquierda, de recuperar algún protagonismo en Brasil y en el mundo, empieza por redefinir su base social, antes concentrada en la clase obrera, su matriz ideológica y organizativa.
Además del derrumbe de la referencia socialista, el mundo del trabajo que identifica la izquierda sufrió la devaluación forzada por la reducción de costos por vía tecnológica, la migración industrial acelerada por la globalización a países de mano de obra barata como China, los excesos financieros y otros mecanismos que acentúan desigualdades.
¿Cómo elevar hasta el poder a fuerzas socialdemócratas como el PT en un mundo así?
- Editado por Estrella Gutiérrez
- Publicado inicialmente por IPS Noticias