El favoritismo del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva para ganar las elecciones de octubre en Brasil se inserta en la oleada de triunfos de la izquierda en América Latina, pero va a contramano de la renovación de liderazgos, informa Mario Osava (IPS) desde Río de Janeiro.
Gabriel Boric, en Chile, y Pedro Castillo, en Perú, son nuevos líderes progresistas elegidos el año pasado. En Argentina, Bolivia y Honduras, antiguos presidentes volvieron al círculo del poder, pero no en la cabeza.
Cristina Kirchner (2007-2015) aceptó la condición de vicepresidenta de Alberto Fernández para asegurar el retorno del peronismo a la presidencia en 2019. En Bolivia, Evo Morales (2006-2019) quedó fuera del gobierno, pero su Movimiento al Socialismo (MAS) triunfó con Luis Arce como nuevo presidente en 2020.
En Honduras, Manuel Zelaya, derrocado por un golpe en 2009, se vengó con la elección de su mujer, Xiomara Castro, como presidenta el 28 de noviembre de 2021.
Lula (2003-2010), de 76 años, es un caso quizás único de resiliencia política.
Involucrado en un gigantesco escándalo de corrupción, estuvo diecinueve meses detenido entre abril de 2018 y noviembre de 2019. Varios miembros de su Partido de los Trabajadores (PT) también conocieron la prisión, como otras decenas de otros políticos y empresarios.
Entre las ramificaciones externas del escándalo destaca el caso de Perú con la detención de dos expresidentes, Ollanta Humala (2011-2016) y Pedro Paulo Kuczynski (2016-2018), el pedido de extradición de un tercero, Alejandro Toledo (2001-2006), residente en Estados Unidos, y el suicidio de un cuarto, Alán García (2006-2011 y 1985-1990).
Un ocaso temporal
Lula y el PT, principales blancos de la operación Lava Jato (lavado de autos) que destapó el escándalo, sufrieron los mayores daños en Brasil. A eso se suma el deterioro de la economía bajo gestión de la presidenta Dilma Rousseff, quien sucedió a Lula en 2011 y resultó reelegida en 2014.
La recesión económica de 2015 y 2016, con caída del producto interno bruto de 3,5 y 3,3 por ciento, respectivamente, ayudó a sellar la destitución de Rousseff por el Congreso en agosto de 2016.
Una prédica anti PT generalizada acompañó su caída del poder, las revelaciones de la operación Lava Jato y la detención de varios dirigentes del partido, que culminaron con la de Lula.
Pese a todo y aún preso, Lula aparecía como favorito en las encuestas previas a los comicios de octubre de 2018. La confirmación de su prisión por el Supremo Tribunal Federal, incluso bajo presión del general Eduardo Villas Bôas, entonces comandante del Ejército, bloqueó su candidatura.
El PT lo sustituyó por Fernando Haddad, exalcalde de São Paulo, derrotado por Jair Bolsonaro, un capitán retirado del Ejército, defensor de la dictadura militar de 1964-1985.
Regresión militar
El triunfo del representante castrense culminó un proceso de degradación de todo el sistema partidario brasileño, constituido desde los años 1980 y crecientemente fragmentado.
Ese deterioro del PT, acentuado por los escándalos de corrupción, condujo a la elección de un representante de los militares, aunque de extrema derecha y declaradamente antidemocrático.
La campaña electoral de Bolsonaro reveló que no era tan reducida la minoría ultraderechista y fanática de la dictadura en Brasil.
Además, y más allá de la extrema derecha, las Fuerzas Armadas siempre fueron una de las instituciones más confiables para la población brasileña, según las encuestas periódicas que se hacen sobre el tema.
Es un rasgo popular contar con las Fuerzas Armadas como último recurso contra catástrofes naturales, la distribución de agua en las sequías, reconstrucción de puentes, pavimentación de carreteras descuidadas, transporte de enfermos desde lugares aislados. Representan el Estado benefactor en las tragedias donde fallan otras instituciones.
Bolsonaro, muy vinculado a los militares, aparecía así como una alternativa natural ante la sensación de colapso del mundo político, de la llamada Nueva República instaurada tras el fin de la dictadura en 1985.
Esos atributos ayudan a explicar como fue posible la elección de Bolsonaro, por una mayoría de 55,1 por ciento, o 57,8 millones de votos, en desmedro de la democracia y de los avances civilizatorios de las últimas décadas, como los derechos de los indígenas, las mujeres y los afrodescendientes, las reglas ambientales y el respecto a las minorías sexuales.
Resiliencia
El PT, en realidad, fue el partido que mejor sobrevivió a la tormenta. Obtuvo la mayor bancada en la Cámara de Diputados, 54 de un total de 513, y condujo a su candidato presidencial, Haddad, a la segunda vuelta.
Otros partidos importantes, como el Movimiento Democrático Brasileño y el Socialdemócrata, naufragaron y perdieron casi la mitad de sus diputados. Sus postulantes a la presidencia no alcanzaron siquiera 5 por ciento de los votos válidos en la primera vuelta.
La fuerte reducción de la pobreza y la desigualdad durante los gobiernos del PT, a través de políticas sociales, pero también económicas y culturales, quedaron en la memoria popular y parecen asegurar a Lula una popularidad que resistió a los escándalos, a la crisis económica y la intensa campaña adversa.
El expresidente Lula disfruta la ventaja adicional de haber gobernado durante una bonanza económica, gracias a los buenos precios internacionales de los productos agrícolas y mineros, principales rubros de las exportaciones brasileñas. Eso le permitió, por ejemplo, aumentar el salario mínimo.
Los analistas y políticos atribuyen a la Bolsa Familia, una transferencia de renta que benefició a más de catorce millones de familias en sus mejores momentos, la gran popularidad de Lula en el Nordeste, porque allá se concentran los pobres.
Pero es donde también vive la mayor cantidad de pequeños agricultores. Por eso allí tienen un efecto fecundo los programas de fomento al sector. Y los gobiernos del PT promovieron intensamente el crédito, seguros, compras estatales para la alimentación escolar y otros mecanismos favorables a los agricultores familiares, como son llamados en Brasil.
Son programas que desactivó o menoscabó el gobierno de Bolsonaro que, sin embargo creó el programa Auxilio Brasil para sustituir la Bolsa Familia, doblar la suma mensual del beneficio y ampliar en 20 por ciento las familias beneficiadas. Especialistas dudan de la eficacia de la medida en las urnas.
Las últimas encuestas apuntan a entre 42 y 48 por ciento de intención de voto para Lula, porcentaje que en algunos casos le permitiría ganar en la primera vuelta, ya que corresponden a más de 50 por ciento de los votos válidos, es decir superan la suma de los votos de los demás candidatos.
Las raíces profundas del legado de su gobierno en la memoria de la población parecen asegurarle un triunfo en octubre, que solo un accidente grave en el camino podría frustrar.
Se trata de un legado más reciente que los que ayudaron a elegir Boric en Chile y Castillo en Perú, es decir la Unidad Popular de Salvador Allende (1970-1973) y la reforma agraria del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), respectivamente.
Por otro lado, Bolsonaro malbarató la herencia militar que podría contribuir a su reelección, al punto de ya contar con disidentes entre los generales que lo apoyaron en 2018 e incluso participaron en su gobierno.
La llamada «tercera vía», de partidos y sectores que pretenden superar la «polarización» Lula-Bolsonaro, tienen muy poco del así llamado «capital político» para conquistar votos masivamente. En algunos casos cuentan con legados locales, limitados en la lucha por la mayoría nacional.