Es lo que tiene vivir en el centro de Madrid, en la mismísima “almendra central”, que no te pierdes una. No te dejan. Sobre todo los fines de semana.
Avanza la madrugada del sábado al domingo y ya las calles se han ido vaciando poco a poco, sólo los más fieles o los más borrachos se resisten al hachazo lúcido de la manguera que actúa como despertador barriendo los restos del naufragio, pero ni por ésas.
Algunos protestan, no han dormido en casa desde el jueves, y volverán en cuanto se hayan ido los barrenderos y la escolta policial que despeja la plaza para facilitarles la labor. Hay que actuar con contundencia a fin de preservar el sueño de los que allí viven, pero los que esperaban triunfar en su larga travesía se resisten a irse.
Cuesta renunciar a tantos sueños, a tanta expectación por las noches locas, a todas las promesas del fin de semana ya presto a terminar. Los vendedores ambulantes de cerveza aún acechan esperando las últimas ventas –servesa, servesa,- al mismo tiempo que exhiben su mercancía desde cualquier ángulo de las calles y plazas. Son capaces de dormir de pie en espera de un último cliente, que indefectiblemente aparecerá desesperado por beber o simplemente por descorchar una lata más.
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Son ahora las cinco de la mañana, y en pleno sueño, me despiertan las voces destempladas, más bien alaridos, de los que dirigen su retirada hacia Las Vistillas. No se sabe si se insultan, se agreden o se dicen que se aman. Son voces extranjeras que tienen una musicalidad desgarrada, y que al ser lanzadas en medio de la noche, parece como si la hendieran con un cuchillo de parte a parte.
Creo que esas voces oscuras son producto del vino que chupan con insistencia de un cartón de cualquier marca y a cualquier hora. La marca no se ve porque raramente la llevan al descubierto: de día va siempre tapada con una bolsita de plástico que sólo deja adivinar el cartón, hasta ese punto son pudorosos. De día. Pero es dura la calle y hace falta un viático más para aguantar hasta estas horas el sueño que, aunque bien merecido, siempre hay que ganárselo.
Las Vistillas es ese parque castizo que tanto se anima con las fiestas de san Isidro y La Paloma, pero que a estas horas está fantasmal, vacío y sólo para ellos, y a él van como a un refugio definitivo.
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El suelo del Parque de Las Vistillas, dispuesto en terrazas que se escalonan a lo largo de tres explanadas de mayor a menor, mira a la Casa de campo, y allá abajo, en la tercera explanada, única de las tres de forma circular, está la fuente que corona el monumento a Ramón Gómez de la Serna.
En este parque van a dar, por distintas calles, espacios tan diversos como el Seminario Mayor y el famoso Corral de la Morería (un tablao flamenco que atrae multitudes de turistas), pero ambos están ahora en silencio.
Hay en el sitio que queda en la parte más baja, un mirador semicircular con un tejado sujeto por columnas -blancas columnas llenas de graffiti negros como el carbón-, y aquí, cobijados bajo el pórtico más estrellado y pintarrajeado, duermen su sueño de vino y porros como en la gloria. Mejores vistas no puede haber.
A esas horas, parece que todo el conjunto: la estatua, la fuente, el pórtico de columnas, va a salir volando desde el mirador hacia la pradera de San Isidro sin que nadie lo pueda sujetar, y el aire que se respira allí es purísimo, incluso en verano, nada que ver con el horno recalentado de mi habitación.
No lejos del conjunto de la fuente y mirador donde ellos reposan, hay otra estatua dedicada a Zuloaga, y un poco más allá, otra a La Violetera, pero yo diría que ellos ni las ven porque tienen otras ocupaciones más urgentes.
Su periplo diario llega hasta Tirso de Molina, donde pasan las horas centrales del día en encuentros, saludos, sentadas y fumatas, y de ahí emprenden la vuelta al parque cargados con comida, cartones y botellas, sobre todo botellas, con que culminar su jornada en Las Vistillas. A veces prenden fuego sobre la tierra o el escaso cemento y cocinan. No se van más lejos, su vida está en el Centro.
Cruzando Bailén de vuelta a casa en la alta noche, se tambalean, pero ellos no miran ni los pasos de cebra ni el semáforo porque ellos son libres y no hay norma que les valga. De Las Vistillas a Tirso y de Tirso a Las Vistillas, allí encuentran todo lo que necesitan para su diario trajinar. No les hace falta ir más lejos pero de vez en cuando desaparecen y se dice que van a su país o bien que tienen familia en otras partes de España menos frías para el invierno.
Pero dondequiera que hayan ido, vuelven renovados para seguir con lo mismo: buscar comida en los cubos de la basura, beber mucha cerveza o mucho vino, todo el día chupando del cartón o de la botella, y volver bien colocados al refugio de Las Vistillas.
Muy expresivos, a veces cantan y bailan y se pelean. De vez en cuando, alguien les proporciona ropa limpia y ese día van relucientes como soles, con el pelo negro mojado que resalta lustroso sobre el ceño fruncido haciéndolo más duro y negro aún.
Muy compañeros, se auxilian en las caídas y no dejarán que ninguno de los suyos quede desvalido y tirado por la curda; antes al contrario, lo esperan hasta que se reponga, se sientan con él y le gastan bromas hasta hacerlo volver en sí, lo aúpan para ponerlo en pie y siguen juntos la ruta hasta el mirador rodeado de columnas, con la fuente reidora que servirá para refrescarlo.
Las Vistillas, donde les esperan sus tiendas de campaña y tal vez algo de cena calentada a las brasas por una mujer mayor que mendiga siempre en la misma iglesia, Tal vez esa mujer sea familia y vele por ellos. O ellos por ella. O amiga de su familia allá en su país. Un país del Este.
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Es domingo por la noche y la retirada está siendo dura, más dura de lo normal. A los gritos han sucedido las carreras y no se sabe si vamos a asistir a una tragedia auspiciada por el vino o a cualquier otra cosa mucho más inesperada, que nunca se sabe, y así es:
-Isa -, se oye gritar, más bien bramar, a un hombre joven.
Es uno de los habituales y ya conocido, un mocetón como un junco o una vara de mimbre- que se para en la retirada y vuelve sobre sus pasos. Esta noche no se tambalea como otras veces sino que se mantiene tieso en medio de la calle y se ve que no está dispuesto a seguir adelante sin Isa, quienquiera que sea Isa. Casi da envidia esa tal Isa, que debe ser española y a la que tanto reclama este hombretón.
El silencio es la respuesta. No se ve a nadie más en los resplandores de la noche, los domingos las retiradas llegan antes. De repente allá a lo lejos, donde empieza la calle Don Pedro, como desprendida de las sombras de un viejo palacio que hace esquina a Los carros, aparece la sombra diminuta de una mujer que duda al avanzar.
-Isa, ¿vienes? -, insiste el mocetón.
Está claro que no está dispuesto a irse sin ella y el tono es imperativo, como cargado de deseos inaplazables. Casi me recuerda a Stanley (Marlon Brando) en Un tranvía llamado deseo aquella noche cuando, harto de jugar a las cartas con sus amigos, llama a gritos a su mujer Stella -«¡Stella, Stella!»- que se ha entretenido más de la cuenta mirando trapos lujosos de su problemática hermana Blanche quien acaba de llegar de visita.
-Isa-, repite de nuevo con voz más potente: ¿Tienes la botella? – aclara.
Y parece que se acabó el encanto: no hay duda de que aquí la voz del hombre sufre una dolorosa inflexión. La mujer se encoge más aún, quiero creer que le tiene miedo, pero por fin dice algo:
-Espera, Boda, tenemos que hablar-. gime casi por fin ella con voz lejana.
Entiendo que el nombre de él es Bogdan, ya que conozco unos cuantos ciudadanos del Este con este nombre que trabajan en el Mercado de la Cebada manejando la fruta, el pescado o lo que se disponga.
-¿Traes la botella, Isa? -insiste él cuando ella llega casi delante de mi ventana.
-Tenemos que hablar, Bogdan -implora ella de nuevo. -Espera, Bogdan -exclama ella con voz de fatiga mientras sigue avanzando hacia él, que no se ha movido de su sitio.
Es evidente que ella está colada por este Stanley, este extranjero, y que él quiere la botella sí o sí. Como consecuencia, ella se dejará arrastrar calle abajo camino del chino, tras los deseos de él. Hay un chino en la esquina de Aguas con San Francisco y allá van Aguas abajo, los dos ante mi ventana abierta, que ya ha dejado de envidiarlos.
El chino está abierto hasta tarde. Lo que me daba envidia en un principio como un bramido del deseo irreemplazable, acabará en borrachera de él, a menos que se emborrachen juntos. Puaff, me ahogo en mi habitación y salgo a dar una vuelta.
-Quiero hablar, Bogdan, quiero hablar. Tenemos que hablar…
Él apagará con un beso esta última palabra y la seguirá besando hasta que tenga la botella. Eso al menos es seguro. Y después se irán juntos bajo la Bóveda del mirador de Las Vistillas. Una bóveda mil veces rasgada y otras tantas veces estrellada y pintarrajeada con el color de los tizones apagados.
Me gusta tu relato, me ha recordado viejos caminos a dados.