Hace pocos días, en la misma jornada, quien esto firma recibía varios mensajes de amigos queridísimos en donde se utilizaba la expresión/cuchillo «prensa mercenaria», para desacreditar a todos los medios de comunicación «tradicionales», públicos y privados, demonizados así, religiosamente, en bloque, como un asqueroso totum revolutum.
Hablaban de los fascistas ucranianos de Azov, de los laboratorios de armas biológicas descubiertos de repente en el país en guerra, de las hediondas imágenes (con acusaciones de manipulación en ambos sentidos) en torno al ataque contra una maternidad, de cómo los de Azov son los encargados [sic] de repartir a los refugiados, etc, etc. Ad infinitum.
El concepto prensa-mercenaria se ha convertido en un estereotipo fijo, asentado como acto de fe grupal, entre los más amigos, que sin embargo son individualmente generosos, abiertos, tolerantes, cultos y defensores de campañas humanitarias. Siempre luchadores de causas sociales justas a quienes estimo también por todo eso, faltaría más.
Pero su dualidad es sorprendente: no parece haber contradicción entre sus tablas de la ley de creyentes políticos, entre su sólido catecismo informativo, poco dispuesto a aceptar matices, y su carácter solidario. Se han rendido incondicional, inconscientemente, ante otros caminos de la propaganda. Los conflictos del siglo XXI les han tendido la vieja trampa de los términos (o consignas sagradas) que debemos utilizar.
Una trampa muy anterior a las redes sociales, anterior a la prensa misma, anterior a la Revolución Francesa. Se me ocurre que con cierto parecido con los debates de la época europea de la Reforma y la Contrarreforma. Topamos siempre con los dogmas y las iglesias.
Las dos palabras antes mencionadas venían amparadas bajo una cita clásica de Joseph Pulitzer: A cynical, mercenary, demagogic press will in time produce a people as base as itself. Ahí estamos.
Subentendido actualizado: los medios tradicionales son mercenarios, pero lo digital acoge a los otros y, a la vez, a los nuestros, es decir, a formas de expresión más libres, dicen. ¡Toma nota, chaval!
Lo anoto. En estos días, distanciarse un centímetro, utilizar términos inesperados y ser pluriescéptico tiene serios inconvenientes. ¡Cuidado con las palabras que eliges!
Ist mein Wort nicht wie Feuer, spricht der HERR, und wie ein Hammer der Felsen zerschmeißt?, gritaba en sus sermones Thomas Münzer, el teólogo rebelde, citando la traducción bíblica de Martín Lutero, el reformador, contra quien terminaría enfrentado.
Es decir, hay que atenerse a las consignas de los dioses de turno: ¿No es mi palabra como fuego, dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra? (Jeremías, 23-29). Hoy en día, seguimos -sigo, yo también- defendiendo la causa justa de Münzer, sus doce artículos y su guerra de los pobres (siglo XVI).
El problema es que aparte de la detestada prensa mercenaria, tenemos por ahí a otros muchos mercenarios de verdad y de todas clases: son oscura o abiertamente difusores de furia y sectarismo. Y mientras se ciñen a sus ideas fijas, quieren que los demás los obedezcamos sin rechistar. No sólo promocionan el pensamiento único, el suyo, sus consignas, sino que ya se sitúan en el siguiente capítulo: el del análisis (?) obligatorio, predicado por líderes sin tacha ni error posible. Nos advierten contra nuestras blasfemias mediáticas e ideológicas.
Los dichosos mercenarios están en los medios tradicionales, sí, desde luego; pero también en los gabinetes de intoxicación y espionaje de las potencias en disputa, en Washington, Londres, Moscú y San Petersburgo.
Crean bulos, falsedades y rumores en alguna oficina del Pentágono, supongo, para oponerlos a los manufacturados en la galaxia de las estupendas fábricas de troles de Putin y su Estado Mayor. Los producen incluso en naciones lejanas y hasta en los gérmenes de estados aún no-natos (a la espera de su independencia, ya veremos en qué bloque los situamos).
En los servicios de comunicación de los partidos políticos, entre nosotros los periodistas, en los sindicatos, en las ONG. En los medios audiovisuales, donde pululan expertos de verdad y de mentira, tertulianos y expolíticos reconvertidos en tertulianos. Tiesos de izquierda, así como oportunistas diversos, nuevos conversos de lo liberal y todólogos de la derechísima.
Entre escritores excelentes -de verdad buenos- que según el caso sintetizan o magnifican todo, como si fueran columnistas a secas. Y que son a su vez magnificados en el ámbito de sus fieles o, enfrente, en el de sus contrarios. Cualquier ocasión es buena. Al final de la sesión de pilates de barrio o antes de las reuniones de la comunidad de vecinos.
Sin mucho conocimiento del tema, quizá; pero con lógica, según aprendemos, y que nos orientan. Son útiles para algún poder lejano y escriben bien, según nos repiten los amigos.
Sin olvidar, a los infiltrados en foros privados distintos, a los macrojefes de las empresas nacionales o globales. A los gurús de los institutos demoscópicos, a los politólogos de los think tanks, de las universidades y de las instituciones oficiales.
A los tipos más retorcidos de los más variados servicios secretos (por supuesto), que incluso gozan cuando inventan una intoxicación brillante, un bulo merecedor de un Oscar de Hollywood.
Están en Washington y en Moscú, en Bruselas, Ankara y Jerusalén, en Delhi, Londres y Palencia, en Benidorm y en Buenos Aires, en Pekín y Sidney, en una isla cualquiera de vacaciones. En nuestro pueblo, ¡puñetas, sí!, alguno hay… Aunque más en las grandes ciudades, creo.
En nuestro propio grupo de amigos del alma que predican en el mayor foro intoxicador, el tontorrón Facebook, o en el batiburrillo de borrachos airados llamado Whatsapp: ahora, sobre todo ahí, donde la propaganda pasa casi desapercibida y no es reconocida como tal. Nos enfadamos, contestamos, yo también, ¡qué desastre! Lo enviamos a la familia como si le diéramos un beso a nuestra abuela (que ya no existe).
Porque con frecuencia ignoran –ignoramos, me incluyo- el origen preciso de todo lo que reenviamos. La mayoría quizá no son mercenarios: sencillamente rebotan todo los que les parece información. O nuevo o gracioso o lo que sea.
Últimamente, de vez en cuando, me ha dado por preguntar a amigos cercanos que me envían vídeos elaborados, larguísimos, interminables, y gráficos muy trabajados, discursos enteros con su voz (de ellos): «¿De donde ha salido esto, cual es el origen, quien lo ha hecho?»
«Nous sommes les mercenaires de nos préjugés«, dejó dicho el pintor, caricaturista e ilustrador de periódicos, Georges Picard.
Nada sabemos del origen de esas informaciones, no.
Pero recuerda, me repiten, lo de la prensa-mercenaria.
No suele haber respuesta certera sobre quién fabricó qué, donde empezó la cosa. El asunto es que quienes más persisten así, quienes predominan, son los que más envían, quienes responden reiterando la dosis anterior con otra más venenosa aún.
Disparan rápido, como el pistolero de una película del Far West más crepuscular. Rápidos porque quieren ser los primeros del grupo. Un orgasmo, ser el primero siempre.
Disparamos unilateral y bilateralmente también, aunque quizá no en la misma proporción. No lo sabemos bien del todo.
Mientras, entre mercenarios y tontos útiles, mediante nuestra impaciencia y nuestra precipitación, las intoxicaciones más nocivas y brillantes, del odio y de la propaganda bélica, crecen. Como martillos quebrando las piedras.
Se expanden así a la velocidad de la luz.
Y la guerra también.
Maldita sea.