“Este fin de semana, me acurruqué en mi propia tristeza, en mi miedo, mientras caminaba por Barcelona, al sol. Tenía celos de la gente, turistas o del lugar, porque parecía como si se desentendieran de lo que pasaba en París”, ha escrito Aurélie Moulin, francesa, que vive en Cataluña desde hace tres años.
Esas palabras corresponden al estado de ánimo de mucha gente en los días posteriores a los atentados de París. Me identifico profundamente. Conozco a más de un superviviente –uf, demasiado bien- y la zona en la que tuvieron lugar los atentados. Después de ellos, mientras se desarrollaba la operación policial posterior contra los yihadistas, en ese municipio colindante a París que es Saint-Denis, un amigo muy cercano –Francis, otro periodista- me envió un mensaje irónico para recordarme que también viví muchos años en Leganés, donde en 2004 se llevó a cabo otra famosa operación policial muy similar. “Tu destino confluye contigo mismo”, me decía, “si fueras un poco sensacionalista… pero ya en Argelia te empeñaste en quitarle glamour a la cosa y no ponerte chaleco antibalas”.
Mi amigo sabe que -en los últimos años- paso una parte del tiempo en Madrid, el resto en París; allí donde Saint-Denis está a tiro de piedra. Conozco ese lugar por visitas a amigos o por haber ido allí para entrevistar al islamólogo, o teólogo musulmán, Tariq Ramadan. Allí está el Stade de France, donde he disfrutado noches de danzas y músicas celtas, cuando el gallego-irlandés escondido que hay en mi extremeñidad (y la danza irlandesa) me salen de manera natural. Además, otras veces fui a Saint-Dénis para grabar imágenes y entrevistar a la gente por una calle de esas donde abunda lo que llaman “sociedad multicultural”. Para mí, en Saint-Denis, eso se refiere al mercadillo de la rue de la République, la que va a dar a la Basílica donde están enterrados los reyes de Francia.
Mi ‘califato’ de Molenbeek
Pero resulta que mi amigo se acuerda de que también viví en Bruselas, aunque no sabe que fue muy cerca de Molenbeek. Un diario madrileño -de titulares habitualmente histéricos- habla estos días del “Califato de Molenbeek”. Ni más ni menos. Insensatos.
En fin, he ido de paseo a Molenbeek unas cuantas veces. He comprado en sus mercadillos. He tomado una cerveza, quien sabe si en el Bar Les Béguines, que regentaban algunos de quienes las policías belga y francesa consideran responsables de los atentados de París.
Bar que regentaban en Molenbeek (Bruselas) los hermanos Abdesalam, presuntos implicados en los atentados de París.Esos supuestos salafistas traficaban con drogas en su propio bar, bebían cerveza y parece que sus hábitos no se correspondían en absoluto con las reglas coránicas que pretendían defender. Para empezar el nombre del bar, Les Béguines, hace referencia a una institución católica muy propia de la historia de Bélgica y los Países Bajos.
Una beguina es una mujer, soltera o viuda, que vive en una casa integrada en un recinto comunitario donde las reglas monásticas se aproximan a los votos de las monjas de la misma Iglesia católica; aunque esas señoras mantengan cierta libertad de criterio y movimientos y su carácter secular.
¿Sabían eso los hermanos Abdesalam? ¿Saben donde se encontraba tradicionalmente el beguinato bruselense, que tenía como centro la iglesia de Saint-Jean-Baptiste-au-Béguinage?
Para mí, es muy interesante saberlo porque he vivido dos años a menos de cien metros de esa iglesia, en la que durante varios períodos he sido testigo de cómo el cura párroco –un tipo estupendo- ha abierto las puertas del templo a un centenar o más de refugiados y demandantes de asilo. Ponían allí colchones, mantas, etcétera, y una pancarta en la fachada. Esperaban la resolución de sus peticiones de asilo o refugio. Asociaciones de ciudadanos solidarios los ayudaban con los trámites, los defendían contra las expulsiones, buscaban cómo darles alimento. Y mientras, podían dormir bajo techo en esa iglesia del Beguinaje (o Beguinato, vete a saber).
En mis ocios de fin de semana, a menos de 200 metros, he pasado horas y horas –vino blanco va, vino blanco viene- en ABC, la pescadería-taberna callejera de mi amigo Max, que me maldecía cada vez que cruzaba la acera para visitar a su competencia (De Noord Zee).
Y casi allí mismo, rue de Poissoniers, está el Café Kafka, que alquilé un día para mi despedida de Bruselas a cambio de consumir con mis amigos un mínimo de barriles, toneles y botellas de cerveza.
Pero quiero acordarme de regresar a Molenbeek para volver a Tours et Taxis (o Thurn en Taxis), inmenso centro cultural del barrio. Se trata de un antiguo edificio industrial, creo que también depósito aduanero en el pasado; donde hay sedes de empresas diversas y donde se organizan ferias del libro, exposiciones de la memoria bruselense o semanas especiales para que expongan los anticuarios.
Al regresar de allí, nada más cruzar el canal desde Molenbeek, en la esquina de la calle Antoine Dansaert y el boulevard de Nieuport, está el Café Walvis (ballena, en el segundo idioma de Bruselas). Además de comer y alegrarme con los amigos, he disfrutado allí de varios conciertos de jazz y de rock. Ah, qué vida, Molenbeek-Bruselas-Sainte-Cathérine y mi memoria del begui-califato.
De Leganés no les escribo hoy porque -mi amigo lo sabe bien- nuestra memoria común de allí tiene tantas décadas de vida ciudadana, de trabajos, peleas, alegrías y anécdotas vitales, que no hay enciclopedia que pueda abarcarlo.
De acuerdo, la noche de los kamikazes, un 15 de abril de 2004, también estuve por allí; pero eso sólo fue un instante perdido en aquella geografía, en general solidaria e inenarrable. Creo recordar que -mientras Aznar defendía la guerra- otros colegas insensatos también cedieron entonces a las amalgamas más estúpidas y a las maneras de titular más imbéciles para referirse a Leganés.
De modo que ahora, cuando Leganés se llama Saint-Dénis o Molenbeek, no se acurruquen, sigan haciendo su vida. Si están en Bruselas, vayan al Walvis, al Café Kafka, por supuesto al ABC (place de Sainte-Cathérine), y no les importe explorar o atravesar Molenbeek para ver qué hay en Tours et Taxis. Piense en las víctimas de los atentados, que ya no pueden hacerlo. Y no permita que los titulares de los más insensatos del mundo del periodismo le atropellen. No permita que los acontecimientos -tal como se presentan, con o sin titulares- le acurruquen en su propia tristeza. En Molenbeek, Leganés o Saint-Dénis, hay problemas serios que resolver, cierto; pero la vereda que atraviesan los titulares de algunos colegas, esa senda de la insensatez, es la peor vía para afrontarlos.
Como Aurélie, aprenda a reconocer la tristeza; pero no permanezca allí. Regrese a su propia vida, que es -seguro- más rica que los detalles de estos días tristes. Aléjese de los fanáticos y de esos arcángeles del periodismo sombrío que viven de la agonía colectiva. Molenbeek, Leganés y Saint-Dénis son mucho más -y mejor- que esos titulares irresponsables que fabrican los más insensatos del oficio. Borrelos de su vista y de su memoria. En el barrio de al lado no hay ningún califato. Al lado, la vida sigue.