Para Marga y para mí, la Shameless estadounidense (existe una, la original, británica) es la serie de televisión por antonomasia. Mejor dicho, lo fue. Lo ha sido. Desde que vivimos juntos, hemos visto todos sus capítulos, sus ya diez temporadas, la última en medio de la necesaria Gran Reclusión.
Ayer, con el último capítulo, que al final parece que no va a ser el último, pues se anunció hace unos meses que habrá una (nuevamente) temporada de despedida, la número once; ayer, sigo, fue como si nos diera algo de pena dejar de estar tan cerca de esos amigos, de esos parientes, a quienes quieres y les permites no ser tan divertidos como lo fueron en su momento pero aún tienes una necesidad vital de querer su cariño.
Shameless es parte de nosotros, incluso en las duras (esos bajonazos de una serie que no es magnífica ni mucho menos), incluso ahora que sus temporadas ya no tienen el tremendo fuego divertido de la lucha permanente contra el trauma.
Los barrios bajos de Chicago en el siglo XXI. Una familia (muy) disfuncional: la de los Gallagher. Picaresca estadounidense en los tiempos de la globalización. Nueve años de Shameless: gloria eterna al gran William H. Macy. Frank Gallagher y la diatriba entre odiar a los personajes adorables o adorar a los personajes odiosos.