En esta columna Joaquín Roy analiza el complejo panorama detrás de la visita del presidente estadounidense Barack Obama. Según el autor, este paso diplomático será parte de la herencia de la transición, cualquiera sea su perfil.
Joaquín Roy[1]
Miami, 24 feb 2016 (IPS)
A estas alturas del proceso que comenzó en diciembre de 2014 con el sorpresivo anuncio de la apertura de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, ya casi nada debe merecer al calificativo de noticia espectacular.
El detalle que la decisión entre Washington y La Habana convirtieron en noticia según la costumbre tradicional (que un hombre muerda a un perro) es que el plan de sentarse a hablar implicaba que Cuba dejaba de exigir la condición previa del levantamiento del embargo. Por parte de Estados Unidos, se aceptaba también que Cuba no tomaba decisión alguna de modificar especialmente su propio sistema político.
Desde entonces, cada una de las partes ha estado cumpliendo un guión básico que debiera algún día derivar a una apertura total. Lo único que nos debemos preguntar es qué gana el presidente estadounidense, Barack Obama, con su visita a Cuba el 21 y 22 de marzo, una decisión no exenta de riesgos y cuáles pueden ser las motivaciones para acelerar el calendario.
La clave está tanto en el próximo calendario cubano, como en el norteamericano.
En el contexto cubano, el desarrollo de la coyuntura latinoamericana, tanto en el plano político como en el económico, no recomienda extender la inercia y esperar que el ambiente mejore mientras se agote el plazo que a Raúl Castro le queda el gobierno (aunque eso no signifique cambio de régimen).
Están ocurriendo algunos cambios sustanciales en algunos escenarios de América Latina que tendrán un efecto insoslayable en La Habana.
Destaca la inestabilidad de Venezuela, unida al cambio de gobierno en Argentina, que puede desencadenar una modificación de las alianzas de Cuba. Aunque es pronto para vislumbrar una notable reconfiguración de las alianzas, no se descarta una progresiva caída del populismo escorado hacia la izquierda y un regreso de la preponderancia de la moderación y el neoliberalismo.
Por lo tanto, equilibrar la consistencia de la implantación de Cuba en América Latina con una buena relación con Washington es una prioridad. Obama viene al rescate.
El presidente estadounidense tiene la ventaja de que la antaño arriesgada apuesta por Cuba no le afecta en su presente o futuro político. Ya no es candidato a la presidencia.
Además, el tema de Cuba ya no tiene el peso que tuvo hace años en el contexto electoral del estado de Florida, cuyo impacto en el cómputo de los votos ya no dependería del tema cubano. La influencia de los sectores que se oponen a la normalización y al final del embargo ha sido erosionada por el paso de tiempo y las circunstancias.
En el resto del territorio estadounidense, Cuba no existe como «problema». Este aspecto está resultando evidente en la campaña de primarias de los candidatos republicanos y demócratas, donde ni siquiera los que poseen un origen cubano (Ted Cruz y Marco Rubio) pueden explotar esa ventaja, valiosa antaño.
Es más: el reclamo de la terminación de los obstáculos de comercio se esgrime como beneficioso para las economías de numerosos estados con productos que Cuba necesita y desea adquirir.
Regresando al escenario cubano-latinoamericano, la modificación de las tensiones político-sociales resulta en el beneficio del descenso de las presiones en otras zonas del planeta.
Con la desaparición de Cuba como una fuente de infiltración en diversos escenarios (África, Caribe, Sudamérica), La Habana incluso presume de colaborar en procesos de intermediación en conflictos domésticos (Colombia). Colabora en funciones de control del narcotráfico (aunque se sospecha que existe implicación individual). Garantiza la seguridad de las vías de acceso al Canal de Panamá y debe encajar la tozudez estadounidense en mantenerse en Guantánamo.
El único reto y riesgo consecuente de Cuba para Estados Unidos es su propia inestabilidad a causa de un deterioro de la economía que afecte al tejido político y provoque enfrentamientos internos, que (de momento) solamente sus propias fuerzas armadas y agencias de seguridad pueden mínimamente garantizar.
Las agencias de seguridad de Washington y el Pentágono (Departamento de Defensa) saben que Estados Unidos ya está lo suficientemente ocupado en prestar mayor atención a escenarios más explosivos en otras zonas del planeta (Medio Oriente, Asia). Por lo tanto, para la Casa Blanca, sea quien sea su inquilino, resulta prioritario disfrutar de una cierta estabilidad al sur de Cayo Hueso. El presidente cubano Raúl Castro toma nota.
En esta lógica encajan una serie de operaciones que están socavando la vigencia del embargo. Destaca, el aumento espectacular de viajes hacia Cuba tanto de norteamericanos que responden a las categorías autorizadas (estudios, organizaciones religiosas, ayudas diversas) como de miles de cubanos de origen que curiosamente tienen el privilegio de visitas familiares.
También se debe considerar el impacto de las llegadas con visados, más allá del mínimo anual de 20.000 que Clinton aceptó para frenar a los balseros en 1994. Además, a estas llegadas se une ahora el goteo sistemático de inmigrantes que se cuelan en territorio norteamericano por terceros países por el corredor centroamericano.
Todo este complejo panorama se inserta en el escenario del viaje de Obama a Cuba, y que el propio gobierno cubano tiene muy presente. Será parte de la herencia de la transición, cualquiera sea su perfil.
- Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami,
- Editado por Pablo Piacentini
- Publicado inicialmente en IPS Noticias