Hace años que este sevillano viaja por África grabando la música de sus gentes
Adaia Teruel
Son las doce del mediodía de un miércoles. La sala de actos del Instituto Español de Tánger está llena de alumnos de secundaria, que charlan entre ellos despreocupados. Él ocupa su lugar en la tarima. Viste una camisa negra arremangada hasta los hombros y del bolsillo derecho de su pantalón, también negro, sobresalen unas llaves. La barba, de tres días. “Un poco de silencio por favor —dice la directora, micro en mano—. Está con nosotros Quino Piñero, quien ha hecho de su pasión su profesión”.
Aplausos.
“¿Qué es el viaje? ¿Coger un avión e ir dos semanas a Tenerife?”, pregunta Quino a su auditorio. “Para algunos, sí, pero yo lo entiendo como algo distinto. Para mí viajar forma parte de la curiosidad, no creer las cosas que te cuentan, cuestionarlas, comprobarlas por ti mismo”.
El primer viaje que hizo Quino lo llevó a Londres. Tenía entonces veinte años. No fue imbuido de aventura, su razón era más mundana: librarse de la mili, que en aquella época era obligatoria para los jóvenes españoles. Allí, fregó platos en un restaurante, fregó suelos en un hotel… e hizo cualquier cosa que le saliera con tal de ahorrar algo de dinero. No lo quería para comprarse ropa nueva, ni relojes caros, ni gastárselo saliendo de fiesta con los amigos.
En en cuanto tenía suficiente, armaba su mochila con tres calzoncillos, tres camisetas, una pequeña grabadora, un montón de cables y se iba de viaje. Lejos. Sólo tenía una premisa: hacer el trayecto sin coger ningún avión. Así fue de Portugal a China; tardó siete meses en llegar. “Me gustaba registrar los ambientes de la calle con mi estudio portátil. Al mismo tiempo llevaba una pequeña cámara digital con la que iba grabando imágenes. Nada profesional. Sólo para mí recuerdo.”
Pasaron cinco años. Malí, el Congo, Senegal, Guinea Ecuatorial, Marruecos, Mauritania y Burkina-Faso. Hasta que un día, decidió que ya había llegado el momento de ponerse a estudiar. “En el instituto, lo suspendía todo”. En aquella época Quino se pasaba las tardes tocando la guitarra con los amigos. Descubriendo nuevos grupos. Grabando maquetas para su banda. “Para mí la música es una adicción. Lo primero que hago al levantarme por la mañana es poner un disco. Escucho de todo. Lo que sea. Depende del día. La música es un motor, no solo para los oídos”.
Música y viajes. Dos pasiones que han marcado su destino.
“¿Sabéis donde está Etiopía?”, interpela Quino a los chavales. Ellos contestan con un ruidoso sí. Y me sorprende. Porque cinco minutos antes les ha preguntado si conocían lo que era el colonialismo y no tenían ni la más remota idea. “En Etiopía no sólo hay sequías, como dicen en los medios, en Etiopía hay muchas más cosas”. Y Quino enciende el proyector. Y en la pantalla aparece una persona que camina entre los maizales, unos pies descalzos que se hunden en la arena, una melena que ondea al viento, una pierna que mueve frenética el pedal de una máquina de coser, el tintineo de unas pulseras… Sonidos de la vida cuotidiana en Etiopía. Y una melodía. Una música que te da ganas de levantarte de la silla y ponerte a bailar.
Etiopía es el segundo país más poblado de África después de Nigeria y el único que conservó su independencia cuando en el siglo S.XIX las potencias europeas se repartieron el continente como si fuera un pastel. El emperador Haile Selassie gobernó el país a su antojo durante cuarenta años, lo contó muy bien el maestro Kapuściński. Pero a principios de los setenta una fuerte crisis asoló el país. El pueblo entregó el poder a una Junta Militar y lo que vino después fueron veinte años de dictadura comunista. Resultado. La escena musical pasó a ser clandestina. Los músicos se exiliaron. Los discos estaban escondidos. Pasarían otras dos décadas hasta que alguien los rescatara del olvido.
“Yo no lo busqué. Llegó a mí. Un amigo me lo trajo un día y me dijo: “Mira lo que he encontrado.” Era un disco que se llamaba Ethiophiques con un sonido muy hipnótico. Me atrapó enseguida”. Quino llevaba tres años sin moverse de Londres. Acababa de sacarse el título de ingeniero de sonido. “Esa música me fascinó, pero yo pensaba: “Es de hace treinta años. ¿Ahora qué hay?” Así que en cuanto pude, me fui para Adís Abeba. Al llegar no conocía a nadie pero no me costó encontrar curro. Empecé como técnico de sonido en salas de conciertos, grabé sesiones para grupos, hice discos…”
De esa experiencia surgió la idea de hacer un documental. “Quería llevar esa música a las salas de cine”. Tardó tres años en conseguirlo y cuando lo hizo fue para embarcarse en un proyecto mayor. “Si tenía tiempo, entre bolo y bolo, me escapaba a las regiones más aisladas del país y allí me di cuenta que la música de Etiopía no se acaba nunca; más allá de Adís es otro mundo”. Quino no se conformó con conocerlo, quería grabarlo, documentarlo, mostrárselo a la gente. Se asoció con un inglés y juntos empezaron a ir a pueblos remotos en busca de nuevas melodías. El presupuesto era más que ajustado. Un todoterreno, un generador de electricidad y lo que cabía en una pequeña mochila. “Íbamos él, su novia etíope, y yo. Llegábamos a una aldea y preguntábamos a la gente: ¿Dónde están los músicos?” Y así nos pasamos casi un año, viajando, durmiendo en cualquier lado, comiendo cualquier cosa y cubrimos casi todo el país.
Llegados a este punto, me intriga saber cómo hicieron para solventar el tema de la burocracia. Porque en Marruecos el tema de los permisos para grabar está complicado. Él me contesta con una gran carcajada. “Cuando llegué por primera vez al país, tuve que ir a extender el visado y un amigo me dijo: “Prepárate”. Yo le contesté que ya estaba curtido en esos temas, a lo que él me contestó: “Ok. Ya me contarás”. A la semana de estar diez horas en la oficina de inmigración, ir arriba y abajo, presentar papeles por cuadriplicado y no conseguir solucionar absolutamente nada, me quería morir. Etiopía ha heredado del socialismo lo peor. Es sacar una cámara a la calle… y te llevan para adelante. Necesitas permisos, todo, por supuesto, con dinero por debajo de la mesa, mil fotocopias, sellos… es una locura”.
—¿Y cómo hacíais para grabar?
—Íbamos a las reservas con el permiso que habíamos obtenido del gobierno, pero si querías grabar tenías que pagar cuatro mil dólares y, claro, nosotros no los teníamos. Estuve dos semanas intentando conseguir los papeles pero era imposible. Al final fuimos a saco. Hicimos un montón de sesiones clandestinas. Sin permiso, nos escondíamos y grabábamos. Pero por otro lado te digo, que cosas que en Barcelona cuestan muchísimo, allí son mucho más fáciles de conseguir. No hay managers, ni relaciones públicas ni nada. El trato con los músicos es más directo. “Me gustaría grabar a esta banda. ¿Cuándo? ¿Ahora? Venga, vamos para allá. Y en diez minutos tienes un lugar y gente dispuesta, emocionada, con ganas da darlo todo. Tiene las dos caras.
De esa experiencia salió Roaring Abyss, documental que se presentó hace un año en el World International Film FiInternacional y que ha recorrido varias salas mundiales. “Es gracioso porque tenemos mil y unas clasificaciones para la música que se hace en Occidente, pero en cuanto dices que la música viene de África, te encasillan como “músicas del mundo”. ¡Menos mal que no es de Saturno!”
Le pregunto en qué anda metido ahora y él me habla del Nilo. De los once países que atraviesa este mítico río. Del conflicto que genera la falta de agua. Y de un tipo que ha formado una banda con músicos de todos esos lugares. El Nilo como una única nación, unida por el río y por la música. Ese es su sueño. “Este hombre me contactó porque quería hacer una peli de su proyecto. Somos un equipo de tres personas. De momento ya hemos grabado en Egipto, Etiopía y Kenia”.
En un par de días Quino regresará a Londres, dónde le espera su novia y el proyecto más grande de su vida; hace solo quince días se enteraron que van a ser padres. “Prepárate para lo que te espera”, le digo al despedirme. Aunque sé que no hay manera posible de prepararse para eso, entonces retrocedo sobre mis pasos y le suelto: ¡Disfruta mientras puedas!