Aurora Moya
Cinco personas fueron asesinadas el jueves en México DF. Cuatro mujeres y un hombre. El hombre era el periodista Rubén Espinosa colaborador de la revista mexicana Proceso y de la revista de fotografía Cuarto Oscuro. Tenía 31 años y estaba amenazado de muerte por ejercer su trabajo, al igual que muchos periodistas de su país, como demasiados periodistas de Latinoamérica.
Rubén Espinosa había advertido que su vida corría peligro. No por ello abandonó su profesión ni abdicó en su postura. No por ello las autoridades de su país tomaron medidas. A pesar de las denuncias de la ONG Artículo 19 cuyo nombre hace mención a la Declaración de Derechos Humanos sobre Libertad de Expresión o de las advertencias del Comité para la Protección de los Periodistas de Estados Unidos, que no han podido expresarlo de modo más claro: “La violencia que había sufrido era conocida y el Gobierno no movió un dedo».
La obligación de un periodista es informar. En países como España este axioma que es la base y el fundamento del periodismo, se ha ido diluyendo de la mano de la acción política y económica en las principales empresas periodísticas, donde cada vez más se sustituye el objetivo de “contar al ciudadano lo que pasa”, por “contar lo que interesa que piense el ciudadano”.
Esta acción que prostituye el derecho a la información y la libertad de expresión la sufren los periodistas en sus carnes a base de eres, ertes, despidos, prejubilaciones que en muchos casos sirven para aparcar o eliminar a profesionales de opiniones independientes -es decir, molestas- y recordar a los que se quedan que el que se mueva no sale en la foto. El precio resulta ser un grave deterioro para el derecho ciudadano al conocimiento.
Apoyando esta acción, vemos y oímos en televisión, en la radio, con algunas honrosas excepciones, a los mismos periodistas que corren de programa en programa casi como en una maratón, casualmente con el mismo argumentario y dejando claro lo que hay que asumir. No informan, sino que suelen aseverar a favor casualmente de quienes detentan el poder. Prescindiendo incluso del arte del disimulo.
Cuenta un colega corresponsal mexicano en España que en poco más de diez años cerca de 90 periodistas han dejado la vida en su país por cumplir con su deber de informar y que otros han ocupado su puesto, a pesar del miedo, para hacer posible el derecho a que los ciudadanos estén informados.
Nosotros, los periodistas de aquí deberíamos hacer examen de conciencia sobre el derroche que protagonizamos, sobre la injusticia de malgastar el don de la libertad de expresión al servicio de intereses espurios. Sería un delito olvidar que otros colegas, otros compañeros como Rubén Espinosa, se dejan la vida en la defensa de un derecho que nosotros tenemos el privilegio de gestionar y que es de todos.