Como diría el personaje de Don Hilarión en la zarzuela La verbena de la paloma, “los tiempos cambian que es una barbaridad”. Eso es algo que hemos tenido ocasión de comprobar una serie de actores mayores que hemos asistido a un cursillo o charlas organizado por AISGE (Artistas, Intérpretes Sociedad de Gestión), con la intención de ayudarnos a comprender el mundo de los teléfonos inteligentes que, como nos han explicado, ahora resulta que se llaman smartphones.
Lo primero que comprendimos los asistentes, algo que se encargó de explicarnos el especialista en la materia de la Fundación Vodafone, Fernando Torres, es que venimos a ser una especie de seres analógicos en un mundo digital. Es decir, que tenemos una mentalidad del pasado en razón de la edad, por lo que, para dicha nuestra, en cada ejemplo tiraba de una cosa antigua que nos sonara (carretera, autopista, carpeta, mesa), para que la comprendiéramos en el mundo digital en que hoy vivimos, y por ahí parece que comenzamos a circular… aunque muy lentamente.
La verdad es que entre los asistentes algunos portaban unos móviles que eran verdaderas joyas prehistóricas, auténticos incunables de la telefonía, cercanos a la era neandertal. Tanto, que a dos móviles el profesor los llamaba Adán y Eva; vamos, que casi había que darles cuerda para que funcionaran. Una vecina de clase se dio cuenta de que tenía más de 2000 fotografías metidas en el cerebelo del aparato en cuestión, además de cientos de videos enviados por sus retoños esparcidos por Uruguay, Estados Unidos y Suiza. Otro aparato solo servía para llamar y recibir llamadas, porque el dueño no necesitaba más, según comentó y el internet le resultaba un invento totalmente ajeno.
Resulta difícil, créanme, a una edad como la nuestra, en que el pelo está nevado, si es que queda algo de pelo que nevar, adaptarse a este mundo digital que nos está tocando vivir, pero allí estábamos el grupo de actores mayores intentando penetrar en los entresijos de un mundo de Internet, redes sociales, Google Play, Android, iPhone y otros tecnicismos que algunos oíamos por primera vez en la vida, algo que por otra parte dicen que ya aprenden a comprender los niños de pecho en cuanto se destetan. Para animarnos, el técnico profesor nos decía que él prefería también la parte humana, el abrazo directo, de persona a persona, el entendimiento cercano antes que ese mundo de redes sociales en que nos toca movernos, y en el que, queremos o no, tenemos que entendernos.
La mayoría de los presentes pertenecíamos a una generación de niños que dieron sus primeros pasos en la escritura mojando la pluma cervantina en el tintero, otros aprendimos a escribir a máquina aporreando las viejas Underwood con dedos que parecían dátiles, o ya de mayores, y en labores profesionales varias, tomando notas con el bolígrafo bic a base de taquigrafía, o estudiando los papeles a interpretar escritos incluso a mano, a falta de mejor tecnología. Pero ahí estábamos, al pie del cañón, con ganas de aprender, porque nunca es tarde.
Viendo aquel panorama, del que formaba parte, me vino a la memoria un trabajo en el que participé hace años haciendo un anuncio para Movistar destinado a varios países de Latinoamérica.
Durante varios días nos recluyeron a un grupo de actores en las montañas de la conocida como Ciudad Encantada de Cuenca para rodar el anuncio. A partir de las cinco o seis de la mañana nos vestían de salvajes y en cuanto salía el sol, aprovechando las primeras luces, empezábamos a rodar el anuncio de marras, que versaba precisamente sobre un teléfono móvil que los neandertales encontraban en el suelo, al que acababan adorando, bailando alrededor, porque hacía ruido, como un rugido, vibraba, o incluso en algún momento lanzaba alguna lucecita.
Aquello fue ficción, como toda publicidad que se precie, pero de alguna forma podría decirse que algunos analógicos-neandertales seguimos mirando a ese aparato moderno que se llama smartphone, que nos permite hablar, comunicarnos, mandar y recibir fotos de los nietos, o recibir alguna llamada de trabajo, que esa es otra. E incluso permite pertenecer al mundo de las redes sociales, tan prácticas en unas ocasiones como desafortunadas en otras. Pero eso es harina de otro costal…