Terence

El presente relato, basado en la realidad de un personaje al que conocí, refleja esa realidad creciente que afrontan cientos de hombres expatriados occidentales que hoy viven en Tailandia y por la que se están empezando a crear asociaciones no gubernamentales de ayuda humanitaria.

Terence era –déjenme decirles- un guaperas, un conquistador, un hipnótico enajenador de los sentimientos de cualquier damisela que pululara por sus dominios, un arácnido que sabía notar la casi imperceptible vibración de cualquier presa femenina que camelada, pudiera hurgar en su tela-maraña sentimental y que desde ese mismo entonces quedara irremediablemente embadurnada y atrapada tras tan pringosa tela.

Terence era – déjenme decirles de nuevo – . . . un enajenador, un enajenador de los corazones ajenos.

Pero también quiero decirles, para que no tengan ustedes así, muy en cuenta la consecuencia que se deriva de estas palabras, es decir, que no quiero que ustedes salten a conclusiones y que le tilden antes de tiempo de astuto manipulador exento de sentimientos -y mucho menos aún de predador sin conocerle- me veo obligado a matizar que lo que lo que acabo de decir no es del todo exacto, pero claro, para eso habríamos de entrar en el fondo de la cuestión, y esto –créanme- no es tarea fácil de dilucidar, y el caso es que aún más difícil se desvela esta cuestión en tanto que Terence siempre había querido exponerse como el maligno predador del que hago alusión, y que si inicialmente lo refiero así es precisamente en honor a esa voluntad de Terence que había tenido de presentarse como tal.

Habría de decirles que cuando Terence diera con sus huesos en la población Tailandesa de Pattaya, arrojo su pasado por la borda –según refiriera el mismo- para irrumpir en lo que siempre realmente había sido y en la esencia de su verdadero ser.

Sobra decir que aquél punto y aparte le reportara uno de los momentos más felices de su vida y que además justificara los 63 años de existencia que había tenido que aguardar para llegar a aquel momento catártico y de realización, aún a pesar de haber tenido que -naturalmente- pagar un precio, y éste tampoco había sido insignificante, aunque de algún modo también había sido un pago agridulce, en el sentido de que no todo lo que había dejado atrás lo hubiera percibido como pérdida, sino como elementos cuya desaparición le habían permitido renacer y experimentar una nueva existencia.

Entre estos últimos, atrás quedaban casi cuatro décadas de funcionario gris en una también fábrica gris de repuestos (da igual de qué) de Sidney, el naufragio prematuro de un matrimonio y una por entonces aparentemente sempiterna dedicación a sufragar la educación de su hijo y sus dos hijas, quienes hacía tiempo que después de haberse casado, se habían trasladado a países lejanos y de esta manera desaparecido de su vida casi tan repentinamente como hubieran irrumpido en ella con sus nacimientos subseguidos -ahora tanto tiempo atrás- esos mismos nacimientos por los que tanto la familia de su mujer como la suya le habían llenado de felicitaciones y de promesas, zalameras promesas de un futuro que se anunciaba lleno de felicidad, semejante a esas películas que terminan en el momento en que los protagonistas se fundían en un beso; un beso que precisamente por tener lugar al final de la película, parecía haber hecho pacto con la eternidad, y bajo la creencia de que ese “joie de vivre” hubiera necesariamente de fluir por los tiempos de los tiempos.

Pero la vida no solía concluir en un momento de apogeo, y, dicha sea la verdad, en el momento en que la última hija que vivía con él hubiera de abandonar su humilde vivienda con pretensiones de ser algo más (había luchado con los vecinos para que le dejaran unir la habitación de su hija con una habitación del sótano, logrando aumentar sus 60 metros cuadrados de vivienda hasta los 85, permitiéndole decir asimismo a sus compañeros de trabajo que era dueño de un dúplex), Terence había llegado a cuestionar el verdadero sentido de la existencia.

Como pueden ver ustedes, es por esto que he tenido a bien anunciarles el que no se dejen llevar por las primeras impresiones, por las primeras referencias prejuiciosas a las que la retórica defensiva de Terence les pueda obligar a esgrimir y he aquí la razón por la que les he pedido que, antes de entregarse a la tendenciosa injusticia del prejuicio y de que tilden a Terence de predador, escuchen ustedes la integridad del relato que les expongo.

Seguramente, y en la fe de que tengan o hayan tenido ustedes seres cercanos en que llegada la ocasión hubieran tenido que abandonar el nido y hacerles sentir el aguijonazo de su pérdida blandiendo ésta cada día la agonía de su ausencia, puedan sentir empatía por la situación a la que entonces se enfrentó Terence, y de este modo también, es posible que se les aparezca más cercano, más humildemente digno de la generosa empatía de sus sentimientos.

Asimismo, se me hace necesario explicarles que tras aquel episodio de la partida de su hija, aún más doloroso se le hizo el momento de su despertar tras casi cuatro mecánicas décadas de esclavitud, que ocurrió precisamente en el instante en que todos sus compañeros grises de su fábrica gris, capitaneados por su jefe y pertrechados de lágrimas faroleras, irrumpieran al unísono en el escaso espacio de su oficina gris, para abrazarle, el uno a continuación del otro.

Un reloj de oro y un diploma enmarcado –en el que se anunciaba el eterno agradecimiento de la empresa a quien había sido un empleado modélico- además de un aperitivo a base de gambas y de huevas de lumpo, le anunciaron en firme la conclusión de cuarenta años de trabajo, o, de manera más cruda, la verdadera causa por la que había entregado la práctica totalidad de su vida.

Y, es así, poco más o menos, que nuestro protagonista se viera en su casa, despabilado tras cuarenta años de mecánico letargo.

Y es así por lo tanto que se me hace necesario el volver a los prolegómenos de este relato, y de este modo hacerles más asequible la comprensión de esa turbulenta agitación que se adueñara por entonces de la mente de Terence, y con ello tal vez logre persistir en ese empeño de que se les aparezca más humano.

Cuando Terence diera con sus huesos en la población Tailandesa de Pattaya –vuelvo a repetir- es así que nada quedara en él del hombre que fuera en Sidney, y que como él decía, se trataba de un renacimiento dentro de su verdadera esencia, si bien algún otro hubiera juzgado esta su transición como la sublimación de una forma de esclavitud en otra forma, como la transición de un ser totalmente dominado por la sociedad hacia la de otro ser que exclusivamente se meciera al son dictatorial -y no menos exigente- de los devaneos con la concupiscencia y de los zarandeos de los sentidos.

Atrás había quedado la soledad, el añoro, la compasiva mirada de la anciana vecina, las instantáneas de tiempos mejores que nunca podrían volver a ser, el pez dorado de su hija eternamente dando vueltas en su pecera, las reuniones de jubilados de pasión marchita, o los solitarios anocheceres aderezados con algún alcohol quitapenas.

Incluso aquella imagen de sí mismo que hubiera venido forjando –e incluso fraguando- durante más de cuarenta años, había desaparecido a su llegada definitiva a Pattaya.

Había descubierto que en realidad, él siempre había sido atractivo, enormemente atractivo para el sexo opuesto, y que si nunca se había dado cuenta, era porque desafortunadamente en su vida nunca se dieron las circunstancias apropiadas para desarrollar esos potenciales latentes que siempre habían estado ahí, viviendo en él como una larva a la que la metamorfosis nunca llegara.

Incluso había descubierto que todos aquellos abundantísimos kilos suyos de más, o que sus 65 años, o que la antigua tendencia del entorno social en que había vivido de calificarle como aburrido, o de ser gris, o todas esas cosas que los demás buscaban para dominar y encasillarle dentro de un entorno social, todo eso era algo relativo, relativo al contexto social y cultural en que el había tenido la mala fortuna de nacer.

En Tailandia por lo menos, y en el círculo social en que se rodeara al poco tiempo de su llegada, no sólo se había podido descubrir a sí mismo como otro ser humano, sino que ninguna de las personas a las que había conocido -abundantes y jovencísimas mujeres locales de gran belleza, señores jubilados de otros países como él y que contaban historias muy parecidas a la suya, la dueña de la pensión que había alquilado, el conductor del Tuk tuk que le llevaba a donde él quisiera, o los propietarios de bares y de otros establecimientos- se había sentido desasosegado con la nueva personalidad de la que Terence hiciera gala, y más bien al contrario, se habían mostrado sumamente comprensivos y condescendientes.

Es por esto precisamente, que Terence se diera cuenta de que si el entorno social en el que se había presentado le aceptaba con tanta naturalidad y después de haber vivido enquistado en el seno de la persona que no era durante tantos años, esto sólo podía ser porque en realidad esta “nueva” personalidad que había forjado a su llegada a Tailandia se correspondía con el ser humano que siempre había sido, y que si alguna vez había existido en su vida error alguno, había sido el de haber existido como un ser humano ajeno a su verdadera esencia.

Naturalmente que aún existían en él reminiscencias vivientes de aquel pasado que ahora y tan de repente parecía tan lejano y que seguían encarnadas en el afecto que aun profesaba hacia sus hijos, e incluso hacía aquella quien hubiera sido su mujer y cuya imagen ahora se le apareciera desdibujada en la memoria, pero aquel episodio repentino de su vida se desvelaba como el definitivo, algo así como el del pájaro liberado que tras numerosos años de cautiverio en estrecha jaula, descubría el uso olvidado del batir de sus alas y con ello surcaba los cielos desafiando a esa misma gravedad bajo cuyas leyes anteriormente se hubiera sometido.

Un matrimonio prematuro -había pensado siempre para sí y a lo largo de su vida- fue lo que le robó esos tan necesarios años de flirteo con el sexo opuesto, de potenciales conquistas, de diversión, de ese necesario proceso de maduración y de transición hacia la edad adulta en que los hombres se llegaban a esculpir como tales, y en que habiendo dado una previa rienda suelta a sus pasiones, luego sabían hallar las reglas para someter a su control a las mismas y de esta manera y al haberlas conocido, éstas nunca se transformaban en la frustración que padece del que nunca había osado abordarlas.

Ese reconocimiento –el de haber ido a parar de nuevo en la esencia de su ser al llegar a Tailandia- fuera quizás lo que le impidiera otear con objetividad impasible aquél nuevo mundo del que se rodeara, y además, en un impulso por corroborar la legitimidad de esa reciente y halagüeña realidad que le ofrecieran sus sentidos, había bajado un poco la guardia y no cuestionaba a ningún alter ego que se hallara ajeno a la misma –como por ejemplo a esos turistas paisanos suyos que visitaban Tailandia por poco tiempo para regresar a sus vidas anteriores- sino que sin plena consciencia de ello y de manera conveniente, había sabido reunir un verdadero ejército de hombres expatriados de habla Inglesa –y quienes se encontraban en su misma situación- para saberse íntima y profundamente comprendido.

Es así, y por circunstancias de la vida, que en los seres humanos –como en todo animal gregario- a menudo prevalece el valor del juicio de la masa por encima de la lógica del individuo, llegando a tal grado que cuando la masa obedece a una pauta, prevalece su valor por encima de la lógica de cualquier fulano por separado, y por encima de la contundencia de la evidencia que se le pueda presentar al ser aislado, y como tal, así se presentó la comunidad de “Expats” de habla inglesa frente a cualquiera que quisiera desafiar la lógica de sus parámetros. También era consecuente pensarlo; en habiendo apostado todos por las mismas pautas de vida –acontecidas después de sus jubilaciones y después de haberse establecido en Tailandia- era muy natural pensar que quisieran todos y al unísono defender aquel modus vivendi en el que –por fin y después de una larga vida- se veían realizados –y por lo menos en la apariencia que reflejaban-.

No era difícil imaginar que a la mayoría de los miembros de la comunidad de “Expats” de Tailandia, necesariamente había de anteceder un cierto naufragio de su “modus vivendi” anterior, obvia observación que podía hacer cualquiera que tuviera a bien otear en su pasado y apercibirse de que si esas vidas que anteriormente habían obedecido a las mismas rutinas durante varias décadas, y que de repente y a las puertas de la vejez decidían romper de manera radical con su pasado para establecerse en una vida que nada tuviera que ver con la anterior y constituirse en obedientes títeres de los sentidos, algo habría de haber neurótico, algo habría de haber de falta de aceptación de que el largo recorrido de sus vidas se encaminaba –como es normal- hacia las sombras y hacia su punto y hacia su final.

Tampoco, y como les ocurriera a los “Expat” recién llegados, resultaba difícil imaginar que se aferraran fanática y fervorosamente a los valores de la comunidad, que se convertía en la corroboración “racional” de su hacer, por muy contradictoria que resultara ésta a los raciocinios del resto de los mortales, quiénes en palabras de alguno de ellos, les vieran “como un grupo de viejos pervertidos”.

De ésta manera, era muy fácil pensar que cualquiera de los miembros a los que les arremetiera la duda sobre el sentido de lo que hacían, volvieran a hallar el consuelo en quienes habían decidido arraigar por los mismos lares, y que nunca quisieran escuchar lo que el resto de la sociedad hubiera tenido que decir al respecto.

En el caso de Terence –escúchenme- y en un intento de que hiciera éste honor a la verdad, fue así que para que tal vez en un lapsus súbito reconociera que se hallaba en un error y así ayudarle, algunos le presentáramos una evidencia tal que contradijera sus nuevos valores adoptados, pero esto –para que nos vamos a engañar- tampoco serviría de nada.

Durante uno de esos días, y espoleado por el afán de que Terence pudiera abrir los ojos, le confronté junto a otros quienes me dieran la razón, diciéndole que esa “esencia latente del verdadero ser humano que él decía que siempre había sido” y en la que finalmente dijera él que hubiera anidado, tal vez no correspondía a un cambio real y a un abandono de su anterior carácter (de escaso carisma social), sino a un cambio radical en los valores (estrechamente ligados a motivos económicos) que desde su llegada a Pattaya, había decidido ofrecer a su nuevo entorno social.

Si, ya sé, no me lo digan, sé perfectamente que entonces pinchara en hueso y ya sabía que su reacción sería de lo más adversa, pero vean, a veces quiere uno –en un afán de ayudar- confrontar al que yerra con la peligrosa contradicción que alberga su actuar y de que así pueda éste rectificar a tiempo, pero si, ya lo sé, como suele suceder, esto no suele tener utilidad alguna, aunque por lo menos tampoco me pueden negar que lo intenté.

De nada sirvió la sugerencia de que tal vez -y en contradicción con lo que él decía de que había descubierto que era muy atractivo, o de que sus kilos o de que sus años de más no significaban nada en la sociedad Tailandesa- el grato comportamiento de la nueva sociedad en la que se había establecido podía obedecer más bien a su nueva condición de potentado, debido no sólo a su jubilación o la venta de su piso sino también al mayor poderío del dólar Australiano frente al Bath Tailandés. Muy por el contrario, sirvió para suscitarle la ira y para someterme a mí también al examen del resto de la furibunda comunidad de “Expats” quienes compartieran su mismo sueño y quienes me dijeron que no había entendido absolutamente nada.

Para bien o para mal, en uno de mis últimos días en Tailandia, incluso el propio Terence y algunos de sus arrugados amigos que aparentaran tanta felicidad en esas su nuevas vidas de perseguir princesas, me hicieron por entonces dudar de esa actitud mía tan aferrada a lo que “debía ser” y a la lógica, y también me hicieron cuestionar el si pudiera ser yo quien realmente estaba equivocado.

Después de muchos flirteos con diferentes jovencitas (época en la que se había sentido sumamente atractivo y durante la que por lo tanto se había sentido un galán, y que es la época que precisamente les refiriera al principio) y por ese tiempo, hacía no mucho que Terence hubiera unido cada vez más férreamente su destino al de Dee, una exuberantemente hermosa joven de Tailandia que bien podría haber sido su nieta, pero que de una manera poderosamente convincente afirmaba el haber caído bajo el embrujo de un hechizo de amor hacia Terence, e incluso, cuando alguna mujer dirigiera su mirada hacia él (no estaba claro el porqué), Dee manifestaba ostensiblemente sus celos, lo que le llenaba de orgullo y de la seguridad de tenerla (como él decía) tocada del corazón.

Claro que Dee era una veinteañera, claro que la había conocido en un bar de señoritas, claro que uno no se podía fiar de aquellos amoríos improvisados, claro que no debía seguir colmándola de regalos, pero….. ¿Y si podía suceder?¿Acaso no había sucedido así con todos los otros miembros de la comunidad de expatriados? ¿Acaso no sucedía así con las viejas glorias del rock and roll?

Lo cierto es que Dee ejercía su embrujo desde la más sutil de las sutilezas, es más, era imposible de percibir que ésta ejerciera autoridad alguna, como no fuera cuando en lo más mínimo se le pudiera llevar la contraria.

Entonces aparecían -siento ser tan abrupto- los reflejos amagados de un ser desconocido, de un alguien a quien por temor a que se desvelara por completo, nadie osaba contrariar y que por lo tanto y en bien de todos solía éste permanecer a la sombra.

El propio Terence había temido en un inicio a aquel ser inefable, pero pensaba que la manera perfecta de vivir aquel amorío lleno de felicidad consistía en nunca contrariarlo, y así conseguir que nunca tuviera que hacer aparición.

Incluso Dee, cuando por alguna mala fortuna dejaba entrever el más leve atisbo de aquel oscuro ser que se alojara remotamente en su interior, inmediatamente volvía a ganar la compostura y se apresuraba a atribuirlo a las penas de su infancia y con el poder de sus gestos y de su encanto volvía a representar lo que también era, que suponia un remanso de hermosura capaz de mecer y dirigir los sentimientos ajenos.

Sea como fuera, y tan sólo algunas horas antes de tomar ese vuelo mío que separaba Bangkok de Phnom Penh, Terence me dijo que si bien Dee era “una pobre chica inocente atrapada por su destino y que se hallaba totalmente enamorada de él”, adolecía de ese defecto, (alguno habría de tener) el defecto de que inevitablemente y en alguna medida ejerciera una autoridad totalmente involuntaria y ajena a quien ella verdaderamente era, y que ello era debido al resultado de ese ente oculto al que había dado producto su turbulenta infancia llena de desgracias.

Por supuesto que aquel era un defecto no sólo comprensible por parte de Terence, sino merecedor de sus más tiernos sentimientos de compasión hacia aquella joven desprotegida en la que para dolor suyo aún se agitara su turbulento pasado.

Después de mi regreso a Phnom Penh, es así en que, por tres veces –la primera y la segunda porque me enviara un correo electrónico y la tercera de manera fortuita- la vida me deparara que volviera a topar con Terence, quien cada cierto tiempo y en el afán de renovar su visado de tres meses de Tailandia, solía pasar algunos días en las costas de Camboya.

En la primera ocasión, y que tuvo lugar al año de haberle conocido, le noté muy desmejorado y -sin querer desprestigiarle- bastante dado al alcohol y a una marihuana en la que se inició en edad tardía, según él solía decir “para aclarar sus ideas y con un propósito medicinal”.

Me comentó que, desafortunadamente, tanto el como Dee habían resultado víctimas de las leyes Tailandesas (como si pudiera darse el caso de que Dee las desconociera), y que como estas impedían el que pudiera él como extranjero ser propietario de vivienda alguna, necesariamente había tenido que poner la casa que había empezado a construir a nombre de Dee, que no es que fuera traba mayor, faltaba más, pero es que era la única manera en que esas mismas leyes le podían permitir el unirse en matrimonio a su amada. Por otra parte Dee, había renunciado a seguir con Terence si no consagraban su romántica unión con el matrimonio.

Cuando le espeté la contrariedad que me inspiraba esa su mezcolanza de amor ciego y de un cierto miedo aparente a ponerlo en prueba, Terence se sonrojó y sonriendo me dijo que aquella casa que estaba construyendo para poder desposar a Dee suponía un gasto equivalente a la totalidad de sus ahorros y de muchos años de pensión, pero que bien valía aquel sueño. Sobra decir, que tras aquella conversación, Terence se recompuso y armado de nuevas ilusiones, regresó a Tailandia.

En la segunda ocasión, en que le vi, Terence había cambiado ostensiblemente.
Parecía como si de repente muchos años que los que su edad representaba hubieran querido hacer en el mella y como si el brillo de sus ojos hubiera sido apagado, parapetándose éste tras una mirada distante que ya no parecía pertenecer a este mundo.
Su cabello se había vuelto totalmente blanco y lucía su ropa algo sucia y descuidada. Si no fuera porque le conocía, hubiera pensado que poco había ya que le atara a la vida.

En el transcurso de una conversación que él hubo de acompañar de una cerveza seguida de otra, me comento la espiral en la que poco a poco se había ido atrapando.
Al parecer aquel oscuro ser que albergara Dee, con el tiempo había ido revelándose de manera cada vez más frecuente, y se había ido interponiendo entre los dos (como si no tuviera ello que ver con Dee) instalándose en su relación como una fuente de autoridad de lo más despótica.

Si bien antes asomaba de vez en cuando, ahora su presencia se hacía cada vez más intempestiva, y curiosamente su aparición siempre solía acontecer cuando a su novia se le llevaba la contraria. Dicho así y en mor de nutrir su relación y en mor de que ésta no se apagase, Terence me confesó que muy a menudo hubo de someterse a situaciones muy contrarias a su parecer.

Cuando Dee -perteneciente a una muy humilde familia de granjeros de provincia según contó- explicaba que a su familia se le había enfermado el búfalo y que no podían ganar el sustento familiar, ello equivalía a que Terence había de cargar con todos los gastos del veterinario y del sustento de la familia en tanto que el búfalo se recuperaba.

Cuando Dee contaba que finalmente el búfalo se había muerto y que inmediatamente tenían que comprar otro búfalo so pena de quedar desahuciados, ello equivalía a que Terence debía comprar otro búfalo. Era también así que por supuesto, Terence, según Dee, siempre tenía la opción de renunciar a ayudarle a ella y a su familia (que según ella sentían también un profundo amor familiar por Terence) ya que este tipo de gestos solo correspondían a los dictámenes del corazón y de la compasión, dejando por entendido que de lo contrario Terence habría de carecer de ambos. Aún así, Terence sabía perfectamente que de negarse, tarde o temprano tenía que enfrentarse con el “oscuro ser” que albergaba su amada y que nadie podía saber la medida de sus terribles consecuencias.

Pero esto no era todo. Dee, se había tornado más fría.

Aunque la casa que mandara construir estaba casi terminada y puesta a nombre suyo, no parecía que nada la satisficiera por completo. Además y con el tiempo, su belleza se había ido haciendo más exuberante, y al pasar, los hombres solían tornar sus cabezas hacia ella, seguramente –y esto era un dolor que rasgaba el alma de Terence- preguntándose qué hacía una mujer tan joven y tan hermosa en compañía de aquel viejo extranjero, lo que también rompía esos esquemas que Terence se había forjado y con los que afirmaba que para el amor no existían las edades.

En la misma medida en que su futuro marido lo había ido dando todo, Dee había ido distanciándose, y ausentándose del lugar en donde convivían con cualquier excusa. Terence, quien en un principio se esforzara por creer cada una de las evasivas, comenzó a verse asaltado por la duda desde el momento en que se cuestionó él porqué su amada tenía que maquillarse y arreglarse tanto, a cada vez que ella le decía que tenía la necesidad de ausentarse.

Una vez y en un arrebato, la siguió a escondidas por un callejón hasta que ésta dio con su taconear a las puertas de una tienda cerrada, y tras abrir las mismas, desapareció en su interior. Armándose del valor que da la desesperación, se fue detrás suyo, y al notar la luz encendida en una pequeña habitación, irrumpió en ella como una tromba.

Dentro se hallaba su amada junto a un hombre –ambos desnudos- y yacían los dos recostados sobre la espalda y mirando hacia el techo, conversando sobre algo que sólo ellos dos podían entender. Sobra decir lo que el trauma de aquella terrible experiencia le pudo reportar.

Dando por cierta su ruptura, y cuando le comenté sobre la posibilidad de que el tiempo le pudiera hacer superar el bache de la separación, sorprendentemente me comentó que no sólo no se había separado, sino que muy pronto iba a contraer matrimonio.

Resultó ser, según me conto él y según le había jurado Dee, que aquél hombre que yaciera desnudo junto a ella no era otro que su hermano Wattana y además ella se había alegrado de que finalmente le pudiera conocer.

Al respecto del porqué yacieran desnudos, esto era por una tradición familiar y que se remontaba al tremendo calor que asolaba con frecuencia las provincias desde su infancia. En lo relativo al porqué ella nunca le hubiera comentado que tenía un hermano, tanto él como ella, le habían dicho que era porque hacía mucho tiempo que una discusión les había distanciado.

Cuando le expuse mi opinión de que debía separarse de aquella mujer, Terence me pregunto si acaso sentía envidia de una relación amorosa de tanta intensidad como la suya.
Aquella sería la penúltima vez en que le vi.

En Camboya, el mar mecía sus olas en la distancia, con un sordo rugido, como lo había hecho siempre. A lo lejos, un águila marina volaba muy alta –signo de que venía agua- y la luz de los relámpagos acuchillaba rasgando el horizonte esporádicamente.

Aunque la tormenta aún se anunciara lejana, las barcazas que por entonces componían la minúscula flotilla de pesca de Kep –una pequeña aldea costera- se habían apresurado a ancorar casi pegadas a la orilla, y los pescadores, al notar los primeros coletazos de ese fuerte ventarrón que suele anteceder a las tempestades marinas, se habían esforzado en arriar hasta la más menuda de sus velas.

Una vez desembarcados y con el agua a la cintura, en breves instantes habían logrado llevar a tierra firme sus cestas y cubos con escasas capturas de cangrejos y de pescado, y una de sus mujeres, que apresuradamente y por pocos rieles me vendió medio kilo de cangrejos, me indicó que tomara refugio, señalando los toldos cercanos de cañaverales que resguardaban el lugar donde se vendía el pescado.

Cuando un nuevo trueno sonó más cercano, la tormenta se desencadeno desde el cielo en forma de titánicos torrentes de agua que acuciados por el viento serpenteaban como hesitando en donde caer, pero para entonces ya había conseguido resguardarme bajo uno de los toldos del viejo mercado.

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Kep, Camboya. El último lugar costero en el que ví a Terence.

Aquella vez, y bajo uno de aquellos depauperados toldos del mercado, fue la última vez en que vería a Terence.

Al principio, no me di cuenta de que era él. Se trataba de un alguien irreconocible de ropa sucia y harapienta –un típico sin techo del Sudeste Asiático, sumido en un letargo tan profundo que ni tan siquiera el charco lleno de fango que cubriera la mitad de su cuerpo había podido servir para despertarle; cuando uno de los toldos en el que se había formado una bolsa de agua reventó con fuerza empapándole por entero, se sentó agarrándose las piernas y miro brevemente alrededor. Fue entonces cuando le reconocí y cuando al poco me relató su situación.

Resultó ser que, en el afán de apaciguar a ese “extraño ser” que albergara Dee, Terence hubiera ido haciéndolo a base de ofrendas económicas, hasta que ya no tenía nada más que ofrecer, y fue entonces cuando Dee, o “el extraño ser que ella albergara” o llámese como fuera y en el colmo de la frialdad decidiera que ya no quería casarse con él y también –curiosa coincidencia- que en ese entonces decidiera expulsarle de su casa, porque a fin de cuentas ella era la titular legal de la propiedad.

También resultó ser que –asuntos del destino, ya lo ven ustedes- por ese entonces, casualmente ocurriera que Wattana, el apuesto y joven “hermano” de Dee, a la sazón decidiera trasladarse a la casa, y además, tras algunas indagaciones no muy complejas por parte de Terence, éste averiguase que Wattana no era precisamente el hermano de Dee, sino más bien el verdadero hombre a quien Dee hubiera escogido para formar familia y destino y que ello por supuesto nunca hubiera ocurrido de no haber sido por Terence, quien con su amor ciego aderezado de vanidad lo había hecho posible.

De esta misma manera, y después de haber esperado viviendo en la calle durante meses en la ilusión de que Dee se diera cuenta de que todo su mal hacer en realidad se debía al “extraño ser que ella albergara” y que ella, dándose cuenta, deshiciera toda aquella sarta de malas acciones y que después de amargos lloros volviera a su lado, Terence comprobó que aquello nunca tendría lugar.

De hecho y gracias a la intervención de unos conocidos suyos quienes también conocían a Dee, Terence averiguo que “el extraño ser que ella albergara” nunca volvería a existir.
Fue así y que por desafortunadas vicisitudes del destino Terence pasara a formar parte de la comunidad masculina de expatriados de avanzada edad y sin techo de la que se nutre el Sudeste Asiático.

Con esto les agradezco señores, el que me hallan brindado la posibilidad de demostrarles, que en realidad, Terence nunca representó plenamente aquel predador que un principio les había anunciado, y la de demostrarles que Terence más bien siempre fue un …un infeliz.

EN LA FOTOGRAFÍA; Kep, Camboya. El último lugar costero en el que ví a Terence.

 

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