En las elecciones presidenciales de Colombia ganó la derecha, agrupada como nunca en todos sus matices para enfrentar al izquierdista Gustavo Petro, en lo que representa una nueva derrota para el acuerdo de paz con las FARC, informa Constanza Vieira [1] (IPS) desde Bogotá.
Iván Duque, el ganador en la segunda vuelta presidencial del domingo 17 de junio de 2018, obtuvo 54 por ciento de la votación, contra 41,8 por ciento de Gustavo Petro, exguerrillero, exalcalde de Bogotá, animalista y con un ambicioso plan de adaptación del país al cambio climático.
La abstención fue del 47 por ciento, la más baja en 20 años.
Paradoja de paradojas: estas fueron las elecciones más pacíficas y con las mayores movilizaciones en décadas, producto del acuerdo de paz de 2016 con la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, hoy el partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común).
La gente fue advertida de que estas elecciones definían el futuro de la paz, que ya ha ahorrado más de 3000 muertes, según distintos cálculos, como el del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos. El Hospital Militar Central, en Bogotá, permanece vacío y atiende casi solo a jubilados y a inválidos de guerra.
Por el contrario, el acuerdo de paz fue rechazado en la práctica por segunda vez (la primera, en el plebiscito de octubre de 2016), ahora al llevar a sus principales enemigos a la presidencia, con 10,3 millones de votos.
El próximo presidente, un desconocido senador promovido por el líder conservador, expresidente y senador Álvaro Uribe, tiene la bandeja servida para concentrar totalmente el poder, en un régimen que se posesionará el 7 de agosto y al que las redes sociales ya comienzan a llamar «Uribe III», como continuación de los dos cuatrienios del exmandatario (2002-2010).
Duque tiene a su favor las tres cuartas partes del Congreso legislativo que fue elegido en marzo. Además, planea replantear por completo las Altas Cortes y obtener la prerrogativa de nombrar directamente al fiscal general.
El espectro en torno a «Uribe III» siempre se ha opuesto al acuerdo con las FARC, ese ha sido su principal factor aglutinante.
Después de la tierra, la principal «papa caliente» de la paz es la justicia: la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), el tribunal de justicia transicional creado por el acuerdo y que juzgará a guerrilleros, militares y terceros civiles que hayan sido determinadores en la guerra paramilitar contrainsurgente.
La Fiscalía General de la Nación tiene 15 000 casos de empresarios y otros líderes de la producción que están implicados en crímenes graves en la guerra, y que probablemente prefieren continuar en la impunidad, que sus nombres no se ventilen y sus actos no se esclarezcan. Esta es la almendra de la batalla que libra «Uribe III» contra la JEP.
Así las cosas, la unión derechista constituye una nueva edición del Frente Nacional, que gobernó el país entre 1958 y 1974 como fórmula para poner fin a la guerra civil de los años 40 y 50 y repartió milimétricamente por mitades el pastel presupuestal para el partido liberal y el conservador.
El bipartidismo se unió de nuevo, aunque con distintos nombres. Lo grave es que la paz se pudo abrir paso porque estaban divididos.
Por coincidencia o no, la coalición también alinea a todos los implicados en casos de corrupción, incluyendo quienes han salido hasta ahora indemnes del escándalo Odebrecht, la constructora brasileña que compraba funcionarios y políticos en América Latina para obtener contratos de megaobras.
«Estamos a una equis de barrerlos a todos», decía en campaña la exsenadora verde Claudia López, lideresa clave para el apoyo final del centro a Petro, que le aportó quizá tres millones de sufragios a los poco más de ocho millones que obtuvo, una votación inédita para un retador del modelo extractivista y neoliberal.
Esos más de ocho millones de votos evidencian que la paz tampoco está sola, porque representan un movimiento diverso en lo político y social, pero unido en su defensa a toda costa de la paz recién alcanzada, en este país de casi 50 millones de personas, tras más de medio siglo de conflicto.
El acuerdo de paz con las FARC es un complejo entramado que fue negociado durante cuatro años (2012-2016) en La Habana por el gobierno de Juan Manuel Santos, con estrecho acompañamiento y asesoría internacionales y bajo el principio de «nada está acordado hasta que todo esté acordado».
Una vez todo quedó acordado, el 24 de agosto de 2016, Santos desoyó a sus consejeros extranjeros y convocó un plebiscito en octubre para refrendar el Acuerdo de La Habana, pero este fue derrotado por 53 894 votos (1,2 por ciento de diferencia).
Lo que siguió fue una maratón política de Santos, durante cinco semanas, con los sectores que impulsaron el «No» en el plebiscito. Como resultado, el acuerdo sufrió importantes cambios.
La versión surgida de esas negociaciones reabiertas se denomina Acuerdo del Teatro Colón (en Bogotá), que fue firmado en noviembre de 2016.
Entre docenas de reformas introducidas después del triunfo del «No», se le ponen límites a la JEP, se elimina la obligatoriedad de los terceros civiles implicados de acudir a la JEP y se restringe más la libertad de movimiento de exguerrilleros que estén cumpliendo pena alternativa.
Pese a los cambios, el partido de Uribe y de Duque, el Centro Democrático, en la extrema derecha del espectro político interno, continuó su oposición y se retiró de cada sesión del Congreso en la que se discutían normas para implementar el Acuerdo del Colón.
Con todo, se supone que Duque está obligado a cumplirlo y que no podría introducirle más cambios.
La razón es una sentencia de la Corte Constitucional, de octubre de 2017, que aprobó blindar el acuerdo: «las instituciones y autoridades del Estado tienen la obligación de cumplir de buena fe con lo establecido en el Acuerdo Final» de paz con las FARC.
Esto rige durante al menos doce años, tres tres gobiernos, que se comienzan a contar a partir del de Duque.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas en Colombia, país con un marco legal frondoso y refinado pero, en muchos casos, inoperante.
Con Duque, al acuerdo de paz le pueden aplicar lo que a ciertas órdenes del rey en la Colonia Española: cuando el virrey consideraba que una disposición del monarca sobre las colonias era disparatada o inconveniente, declaraba: «Se acata, pero no se cumple».
Que es tanto como tranquilizar al rey, haciéndole creer que sus disposiciones se llevan a cabo, cuando no es cierto.
Con sentencia de la Corte o no, Duque ha anunciado que no pretende hacer «trizas» el acuerdo, como amenazó uno de los ideólogos que lo rodean, pero que sí le hará cambios.
«Todos queremos la paz», ha dicho Duque, y ahí comienza un rosario de peros: «pero una paz sin impunidad», es uno de ellos.
¿Impunidad? La JEP debía estar funcionando hace un año, pero precisamente los obstáculos en el Congreso han alterado el cronograma del acuerdo de paz, que preveía que los guerrilleros serían juzgados antes de participar en política.
Por estos días, esos mismos congresistas estaban esperando el resultado de las elecciones para votar las reglas de funcionamiento de la JEP.
- Edición: Estrella Gutiérrez
- Publicado inicialmente en IPS Noticias