“Tengo la impresión de que la máquina del tiempo nos devuelve al pasado, a la época de la Guerra Fría, al mundo bipolar. La actuación de las dos superpotencias, Rusia y Norteamérica, logra eclipsar a los demás actores: Europa, China, Irán, Corea…”, confesaba recientemente un respetable politólogo europeo, testigo privilegiado de otros tiempos.
¿Volver a la Guerra Fría? Extraña sensación para unas generaciones que sólo conocen la multipolaridad, la globalización, la uniformidad, el mal llamado pensamiento único. El panorama sociopolítico de las últimas décadas no les ha ofrecido muchas alternativas ideológicas. En realidad, no les ha ofrecido ninguna. El universo de la I & T se rige por otros parámetros.
Algunos esperaban que la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca iba a allanar el camino del entendimiento entre Washington y Moscú, a limar las asperezas que surgieron a raíz de la guerra hibrida de Ucrania o la ocupación de la península de Crimea por las tropas del imperio exsoviético. En efecto, el nuevo mandatario estadounidense parecía tener más afinidades con los condotieros del Kremlin que los miembros del equipo liderado por Barack Obama, politólogos educados en las torres de marfil de Harvard, Princeton o Yale. Huelga decir que el Kremlin apostó – erróneamente – por Trump, el multimillonario autodidacta, impetuoso e irreflexivo. Mas cabe preguntarse: ¿apostó Trump por Rusia?
Durante las primeras semanas de su mandato, el presidente Trump trató de imponernos su carácter ambiguo y contradictorio, olvidando las promesas de la campaña electoral, corrigiendo errores, encauzando la política del Imperio por otros derroteros. Uno de sus primeros blancos fue el “hombre fuerte” de Damasco, Bashar Al Assad, denunciado por la opinión pública internacional (¿por la opinión pública?) de haber perpetrado un ataque químico contra la localidad siria de Jan Sheykun, controlada por milicias anti régimen, que se saldó con el fallecimiento de más de 80 personas.
La respuesta de la Casa Blanca fue contundente: la marina estadounidense disparó 59 misiles Tomahawk contra la base aérea de Shayrat, centro neurálgico de la aviación de Damasco. El propio Trump, que había criticado en su momento la actuación de su antecesor, Barack Obama, en el conflicto de Siria, censuró el apoyo de Moscú a Al Assad.
“Francamente hablando, Vladimir Putin está apoyando a una persona mala y eso no es bueno para Rusia. Moscú debería alejarse de Assad, un peligro para la Humanidad”, señaló el inquilino de la Casa Blanca en una entrevista televisiva, en la que no dudó de tachar al Presidente sirio de… “animal”. Por si fuera poco, añadió que estaba dispuesto a acabar con Al Assad cueste lo que cueste. Queda por ver cuál será el verdadero precio de esta aseveración.
Para disipar cualquier duda, el excéntrico multimillonario ordenó a la marina de guerra estacionada en el Pacifico poner rumbo hacia las aguas de Corea. En efecto, el líder de Pyongyang, Kim Jong-un, amenazó con llevar a cabo este fin de semana otro ensayo nuclear, de mayor envergadura que los anteriores. Las bravuconadas de Kim preocupan a los estrategas estadounidenses, persuadidos de que Corea del Norte oculta datos sobre su verdadero poderío atómico.
¿Nos encaminamos hacia un aberrante enfrentamiento nuclear entre Norteamérica y Corea? Hoy por hoy, ello parece poco probable. Sin embargo, Trump no escatima esfuerzos para dejar constancia de la supremacía americana. Mientras los destructores de la armada se dirigían hacia el Mar de Japón, la Administración hacía estallar en Afganistán el mayor artefacto no nuclear del que dispone el ejército norteamericano, la “madre de todas las bombas”. Oficialmente, el ataque iba dirigido contra los túneles subterráneos utilizados por los radicales islámicos que controlan la frontera afgano-paquistaní. Sin embargo, los detractores de la nueva política de Washington aseguran que la detonación se produjo en “medio de la nada”.
¿Cuál ha sido la reacción de la diplomacia rusa ante la escalada belicista de Trump? Durante su poco fructífero encuentro con el secretario de estado norteamericano, Rex Tillerson, el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, afirmó rotundamente que los cambios geopolíticos registrados últimamente son, en realidad, unas maniobras de “poca monta” ideadas y llevadas a cabo por la Administración Obama. ¿Cambiar la faz del mundo? Es algo que incumbe ¡a las dos superpotencias!
Hoy por hoy, no cabe la menor duda de que el Mediterráneo, el “mar grande” de los hebreos, el “mar blanco” de los árabes, acabará convirtiéndose en el “Mar de los conflictos”. A la acumulación de misiles norteamericanos y cazabombarderos rusos se suman actualmente los buques de guerra de la OTAN, la aviación de algunos países árabes que integran la coalición dirigida contra el Estado Islámico, pistas de aterrizaje situadas en los Emiratos Árabes, Qatar, Irak e Irán, las bases de la Alianza Atlántica de Turquía, los mortíferos drones estacionados en Jordania y Kuwait.
La presencia de estos arsenales trata de ocultar otro aspecto de la escalada bélica o prebélica: el incremento de la presencia de la OTAN en Europa del Este – Países bálticos, Polonia y Rumanía – donde proliferan las nuevas estructuras atlantistas: bases del llamado “escudo antimisiles”, brigadas multinacionales de intervención rápida, centros de contrainteligencia hábilmente desplazados hacia los confines con Rusia. En resumidas cuentas, asistimos a una recolocación de la famosa línea Oder-Neisse, que podríamos (o deberíamos) rebautizar línea Mar Báltico – Mar Negro.
Pero esa es, al menos aparentemente, otra historia…