Qué todo siga igual, pero que todo cambie, parece ser el mantra del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, en el umbral de la nueva década. Una meta difícil de lograr en circunstancias normales en países donde impera el cartesianismo, pero sin duda compatible con los sutiles matices de Oriente. Pero Turquía es, ante todo, un país oriental, donde la sutilidad y la diplomacia pueden lograr milagros.
El primer mandatario turco lo sabe perfectamente y apuesta por soluciones portentosas en el embrollo de las relaciones internacionales.
Entre los objetivos prioritarios de Erdogan figura la mejora de las relaciones con Washington, seriamente deterioradas durante los últimos años del mandato de Donald Trump, el multimillonario muy propenso a avalar las aventuras bélicas de Turquía en la región mediterránea –Siria, Libia– y el Cáucaso –Azerbaiyán, Armenia– pero inflexible a la hora de aceptar la afrenta de un miembro fundador de la Alianza Atlántica que se decanta por adquirir material bélico ruso. Después de todo, Rusia sigue siendo el enemigo de Occidente e, implícitamente, de la OTAN.
La Casa Blanca decidió, pues, imponer sanciones al régimen de Ankara, suspendiendo su participación en el desarrollo del programa del supercaza F-35. El Pentágono sospechaba que los turcos podrían servir de puente para la trasferencia de tecnología militar estadunidense a Rusia. Pese a la aplicación de las sanciones, el dialogo estratégico entre Washington y Ankara continúa.
De hecho, el presidente Erdogan confía en que la nueva Administración demócrata decida adoptar un tono más dialogante, véase hacer borrón y cuenta nueva de los agravios de Trump. Quedan, sin embargo, otros aspectos conflictivos, como la negativa de Washington a conceder la extradición del clérigo turco Fethullah Gülen, exaliado circunstancial de Erdogan y fundador de una gigantesca red de instituciones islámicas –centros culturales, colegios y universidades- con ramificaciones en decenas de países, o el apoyo estadounidense a la facción armada kurdo-siria YPG, socia de los estadounidenses en la lucha contra el Estado Islámico, pero que Ankara tilda de mera prolongación del movimiento marxista kurdo PKK, artífice de la interminable guerra civil que sacudió Turquía durante décadas.
A ello se añade, claro está, el apoyo del Gobierno Erdogan al régimen islámico de Teherán, archienemigo de mimada dinastía saudí, las buenas relaciones con el emirato de Qatar, donde Ankara cuenta con instalaciones militares, o la presencia de asesores turcos en Azerbaiyán. Un auténtico quebradero de cabeza para la futura Administración estadounidense.
Sin embargo, Joe Biden, quien ostentó el cargo de vicepresidente durante el mandato de Barack Obama, conoce la problemática de la región. Visitó Turquía en cuatro ocasiones y reiteró su deseo de mantener buenas relaciones con Erdogan.
Los americanos quieren pasar página, ha señalado el portavoz presidencial turco, Ibrahim Kalin, durante su primera comparecencia de 2021. Más aun; el equipo de Erdogan confía en que la Administración Biden podría resucitar, de manera directa o indirecta, el mortecino dialogo entre Ankara y Bruselas, ya que Washington había abogado en el pasado por el ingreso de Turquía en la Unión Europea. El restablecimiento del diálogo diplomático con Grecia, así como los contactos de Erdogan con la presidenta de la Comisión Europea parecen haber creado una atmósfera positiva.
El enfrentamiento entre Turquía, Grecia y Chipre sobre la frontera marítima del Mar Egeo, véase la explotación de los recursos naturales del Mediterráneo oriental, la multiplicación de los incidentes navales y las amenazas de un posible recurso al uso de la fuerza enturbiaron aún más las tensas relaciones entre los Estados vecinos. Mientras el presidente Macron parecía propenso a apoyar las acciones militares greco-chipriotas, la canciller Merkel desempeñó un papel moderador en el conflicto. Las aguas parecían haber vuelto a sus cauces hacia finales de diciembre, cuando Atenas, Ankara y Nicosia se decantaron por la celebración de consultas diplomáticas.
Otro escollo importante de las relaciones entre Turquía y la UE es la cuestión de la migración. En marzo de 2016, Bruselas y Ankara llegaron a un acuerdo para detener la migración irregular en el mar Egeo y mejorar las condiciones de vida de los dos millones de refugiados sirios residentes en suelo turco. La entrada en vigor del acuerdo ha logrado contener el flujo de refugiados hacia los países de la UE. Sin embargo, la tardanza de Bruselas en transferir los fondos comprometidos – alrededor de seis mil millones de euros – ha suscitado un profundo malestar en Ankara. El Gobierno Erdogan amenazó en reiteradas ocasiones con la apertura de la frontera con Grecia, el gran coladero de la inmigración procedente de Oriente Medio.
También figura en la lista de agravios la no suspensión del visado comunitario para los ciudadanos turcos que viajan a la UE, proyecto que debía haberse materializado en 2013. Sin embargo, la decisión de Bruselas sigue relegada a… las calendas griegas.
A esas incógnitas se suma otra, no menos importante y conflictiva: el porvenir de las relaciones de Turquía con sus vecinos asiáticos -Siria, Irak, Armenia y Georgia- y también europeos -Bulgaria, Grecia y Macedonia– territorios que formaban parte, al final de la Primera Guerra Mundial, de la Gran Turquía.