La vida está llena de peligros. Estamos en la cultura del riesgo. Siempre lo hemos estado, pero quizá ahora, sobre todo en ambientes urbanos, no tenemos tanta conciencia de lo que implica nuestro ritmo de vida, y, con seguridad, deberíamos percibir lo que acontece alrededor.
Comemos mal y a deshoras. Andamos como locos perdiendo el tiempo, nuestro tiempo, más que nunca. Las guerras en el mundo son más atroces que antes, y más duraderas, y más criminales, y más canallas. Millones de personas pasan hambre, y viven en la enfermedad aunque haya remedio para sus patologías Otros, más en la desgracia aún, no tienen cura porque sus dolencias no son “rentables” para el sistema. Vamos deprisa, muy deprisa, y no meditamos sobre lo que realizamos. Lo dicho: es propio de dementes.
Hay mucho dolor, y desplazados, y desgarrados, y faltos de empleo y de consideración. Nos ponemos a convivir con normas que son, en ciertos supuestos sangrantes, todo menos escrupulosas. Las fórmulas de la cortesía rompen y rasgan, y dejan cicatrices, pero proseguimos como si los males del planeta, los que ocasionamos los humanos, fueran algo “inevitable”.
Sin duda, no todo sale como uno quiere, entre otras cosas porque convenir hojas de ruta, normas, espíritus de convivencia, nos supone, contradictoriamente, el trabajo adelantado que, a veces, muchas, dejamos para días venideros que no terminan de llegar con la plenitud que nos gustaría.
Nos animamos, y eso es bueno, pero somos conscientes de las fronteras que trazamos para sentirnos en una supuesta tranquilidad que luego no es tal. Las limitaciones las hemos ubicado nosotros por acción u omisión.
Viajamos, como ya hemos aludido, a velocidades excesivas. Nos peleamos por nimiedades, y jugamos a lo incomprensible en más eventos de los que deberíamos reseñar. Lo lúdico se envuelve de una pátina de moda que no acertamos, en todo momento, a caracterizar con motivos y criterios de felicidad y de amor.
Estamos obligados a pugnar sin violencia por aquello en lo que creemos. Eso supone clarificar un tanto las ideas. No dedicamos las horas necesarias a reflexionar. No busquemos problemas antes de lo preciso: si tras el intento, no sucede lo aguardado, debemos volver a empezar. No pasa nada. Nos da miedo experimentar el ridículo, el supuesto fracaso, el que no salgan los números como uno quiere. No siempre ganar es triunfar.
Más fuertes, más sensibles
Asumir que los peligros están ahí, que se multiplican, que los podemos afrontar y superar, y que los cambios por ellos producidos nos conducen por veredas de otra manera inexplorables, nos ayudará a mejorar la visión de cuanto nos acontece. Lo que no nos detiene nos hace más fuertes, más sabios, y, con empeño, más sensibles y empáticos con cuanto nos empapa.
Asombrarnos con lo que nos toca, bueno y malo, y mantenernos para mejorar e incrementar los valores nos han de permitir avances sustanciales, siendo conscientes de que la depresión, la duda, la renovación, la caída, y, cómo no, el levantarnos forman parte del escenario de la naturaleza de las cosas.
La premisa en todo esto ha de ser mirarnos con almas de niño, con ingenuidad, con la impresión de que la mejor voluntad nos traslada, y, en paralelo, nos hemos de regalar hechos y deseos con la fantasía de que un universo hermoso es posible. ¡Lo elucubrado es factible! ¡Vamos!