Definir a Dios, o hacer un retrato de Dios, es una tentación en la que algunos teólogos han caído. Fuente utilizada en la tradición judeo-cristiana, para ese intento, es la Biblia, especialmente el Antiguo Testamento. Esta tendencia ha conducido no solamente a confeccionar retratos físicos propios de un antropomorfismo impropio e inadecuado, atribuyendo a la divinidad la figura, características y cualidades humanas o, incluso, a relacionarla con fenómenos naturales: el fuego, el trueno, el viento…
Es cierto que la Biblia hace uso de figuras que dan pie a ese tipo de interpretación cuando se parte de una lectura literal del texto sin tener en cuenta otras reglas de interpretación necesarias. Es el caso derivado de una aproximación a la Escritura percibiéndola como un libro dictado por Dios, como ocurre en amplios sectores del cristianismo; sectores que siguen con ello las creencias y prácticas del Islam con respecto al Corán al afirmar que Alá dictó el texto a Mahoma, palabra por palabra, razón que justifica que sea necesario leerlo en su idioma original, no confiriendo a las traducciones la categoría de texto revelado. Esa percepción del texto sagrado plantea un conflicto derivado de las múltiples contradicciones que se presentan y que no es sencillo resolver.
El problema se solventa, al menos en parte, cuando aceptamos que el texto no ha sido dictado por Dios, aunque los autores, y con ellos muchos creyentes, utilicen frecuentemente la fórmula, muy común por otra parte, incluso en nuestros días, de “así dice Jehová” o “así me ha dicho Dios”. De alguna forma, aunque resulte confuso para nosotros, Dios ha ido guiando los hilos de la historia y ha escogido tiempos, pueblos y personas para inspirarles y encauzarles en un proceso de aproximación a la divinidad que tiene su culminación en Jesús de Nazaret, de quien dice la teología ya elaborada del cuarto Evangelio, que se hizo Palabra, habitó entre nosotros e hizo suficientemente explícito el mensaje liberador de Dios.
En ese largo y tortuoso proceso de revelación progresiva, en el que uno de los medios de los que Dios se ha servido ha sido el pueblo escogido para contribuir a ese propósito, los transmisores han expresado su parcial percepción de Dios, que en buena media ha sido acumulativa, en función de los niveles de identificación que iban teniendo con respeto a su propio entendimiento de la divinidad.
Vamos a poner un ejemplo sirviéndonos de textos bíblicos con los que pretendemos reforzar lo que estamos planteando. No nos detendremos en analizar su origen o composición, ni la historicidad de sus relatos, ni el contenido teológico en su conjunto, a fin de no distraernos de lo que, en este momento, consideramos sustantivo. Nos centramos en la referencia de esos textos al perfil de Dios y en la cronología comúnmente aceptada por los exégetas más fiables, que apuntan a fechas diferentes. Los textos en cuestión son: Éxodo 20:5s, equivalente a Deuteronomio 5:9s.; Deuteronomio 7:9s; y Números 14:18s. Grosso modo, una parte de Éxodo puede datarse a mediados del siglo X a. C. y otra a principios del siglo VIII; Deuteronomio en el siglo VII; y Números en los últimos tiempos del exilio o en los primeros posexílicos, es decir, la segunda mitad del siglo VI a. C. En todos los casos se refieren a acontecimientos sucedidos en épocas anteriores al relato o crónica que de ellos se hace, diferentes entre sí, cambiantes tanto en la estructura del pueblo como en su evolución ideológica y cultural, lo cual siempre es conveniente tener en cuenta, a los efectos de una exégesis adecuada.
Éxodo 20: 5s: “…Yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los
padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación, de los que me aborrecer, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos”.
Deuteronomio 7: 9s: “… Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la
misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones; y que da el pago en persona al que le aborrece, destruyéndolo; y no se demora con el que le odia, en persona le dará el pago”.
Números 14: 18s: “Jehová, tardo para la ira y grande en misericordia, que perdona la
iniquidad y la rebelión, aunque de ningún modo tendrá por inocente al culpable; que visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta los terceros y hasta los cuartos. Perdona ahora la iniquidad de ese pueblo según la grandeza de su misericordia”.
En Éxodo, el autor percibe la misericordia de Dios para aquellos que le aman y guardan sus mandamientos, pero es inflexible la justicia punitiva para los desobedientes, proyectándose el castigo por varias generaciones de hijos, nietos y bisnietos inocentes; a Dios se le percibe y se le presenta como misericordioso para los que le aman, es decir, el pueblo escogido, pero vengativo para el resto. Deuteronomio reafirma la misma idea, pero limita el castigo únicamente a aquellos que hacen el mal; hace del castigo una acción personal que alcanza únicamente al culpable. En Números se sobrepone la misericordia a la ira y, aún dando por conocidas las consecuencias que se proyectan sobre las generaciones posteriores, hace prevalecer la grandeza de la misericordia que conduce a una acción perdonadora. Y aunque la idea de un Dios vengativo va a seguir flotando en el ámbito veterotestamentario, cobra fuerza conforme avanza el tiempo la idea de un Dios misericordioso.
Fijémonos ahora en el Nuevo Testamento, en el que la figura misericordiosa de Dios se hace más explícita. El autor de la epístola a los Hebreos les dice a sus lectores que Dios ha hablado por medio de su Hijo y coloca a Jesús por encima de los ángeles, superior a Moisés, en un nivel de identidad con el Padre. Y de él afirma que “es el mismo ayer, hoy y por los siglos” (13: 8). Es decir, Dios no está sujeto a cambios; no varía en función del estado de ánimo o de cualquier otra variable que pueda afectar a sus seguidores. Y Pedro enfatiza la idea de que el Padre juzga sin hacer acepción de personas (1Ped. 1: 17). Nos hallamos, pues, en otro nivel de comprensión del perfil de Dios; son los hombres los que modifican su percepción de Dios sin que Dios modifique su esencia. Por otra parte, el cuarto Evangelio afirma: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1: 18), lo cual hace que la imagen que anteriormente ha ido ofreciéndose de Dios quede eclipsada por la emergente epifanía de Jesús.
El perfil de Dios, que nos ha sido dado a nuestra generación, en el ámbito de nuestra cultura judeo-cristiana, hay que buscarlo en las palabras de Jesús de Nazaret que, por otra parte, deja muchos aspectos por revelar. Así lo deducimos de la afirmación del evangelista: “Aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros; y vimos su gloria…” (Juan 1: 14).
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Octubre de 2013