A menudo me recuerdan como la compañera del gran guerrero Guaicaipuro pero soy mucho más que eso: soy Urquía, una cacica valerosa. Mi nombre significa “Ojos de Águila”.
Soy flor de humanidad, seducción líquida que invita a vaciar la vida de tristezas hasta que no queden más que anhelos. Soy capín melao de las lomas y amanecer que avanza ocupando el sitio de los pasos no dados.
Cuando el cacique Catuche murió, el piache mandó a congregar doscientas doncellas para entregarlas al heredero Guaicaipuro pero él, siendo la imagen de la fidelidad en el amor de pareja, me prefirió a mi sola.
Cuando los españoles llegaron a mi región se rompió toda la tradición que en ella llevábamos: las herramientas de labranza se convirtieron en armas y los caballos de transporte se convirtieron en medios de guerra.
Guaicaipuro pretendía que yo me quedara al margen cuidando a nuestro hijo, Baruta. ¿Qué ejemplo hubiera sido para él si no hubiese peleado por nuestra independencia? Domé los caballos y entregué cada uno a una indígena teque. Así conformamos la primera caballería venezolana.
Al morir Guaicaipuro me tocó investir de cacique a mi hijo Baruta diciéndole: “Sean estas tres plumas rojas el símbolo de la sangre de tu padre y de su pueblo que ha sido derramada por el invasor que viene a arrebatarnos nuestra tierra. Defiéndelas con honor”.
Hoy le repito a diario: Aléjate del agua estancada de los imbéciles, del sigilo de las serpientes. Vamos a dos almas a construir una palabra muda, un trazo discente. Vamos a sellar el cariño con saliva, lágrimas y semen mientras el mundo se recrea alrededor nuestro.