Ileana Alamilla[1]
Tener hambre no es lo mismo para todas (os). Satisfacerla tampoco, para algunos es simplemente saciar el apetito. Es muy elegante recomendar cómo hacer huertos en jardines, escoger la parte soleada, regar y arar la tierra, ablandarla para que se oxigene, poner abono orgánico y proceder a sembrar chiles, tomates, albahaca, zanahorias, apios, perejil, etc., cositas que harán más placentera nuestra vida, nos harán relajarnos y, de paso, podemos cortar lo que ingeriremos y colocarlo en un menú nutritivo y variado. De su jardín a su mesa.
También es muy fácil acusar a las personas de comer alimentos chatarra que no solo no nutren, sino que generan el “hambre oculta” y, por tanto, la obesidad. Resulta entonces que los pobres y desnutridos cargan con la culpa por no saber comer y encima están hinchados. La moda de consumir productos orgánicos es recomendable, sobre todo para que las y los niños no se vean afectados con las consecuencias que provocan los químicos en la agricultura y las hormonas que comen los animales para engordarlos artificialmente. Claro, esto para el segmento que puede conseguirlos y comprarlos.
La FAO, que ha hecho grandes aportes en este tema, ha desplegado una campaña sobre el desperdicio de alimentos. Dice: “El desecho de alimentos no tiene sentido; más allá del coste, conviene recordar toda la tierra, el agua, los fertilizantes y el trabajo que son malgastados; además de la emisión de gases producida por esos alimentos en descomposición y por el transporte de productos que finalmente son tirados”.
Pero esta estrategia debe ser integral, enfocada no solo en el aprovechamiento. Los Estados deben poner en prácticas políticas públicas de inversión dirigidas a la alimentación, la agricultura, la salud y la reforma de los sistemas educativos, la infraestructura, asistencia técnica, entre otros, lo que implica una transformación del pensamiento, actitudes y políticas que promuevan la equidad y vayan acercándose a romper la desigualdad, que en nuestro caso es uno de los grandes retos.
La nutrición rescata de la muerte a los niños, del daño cerebral irreversible, transforma vidas y sociedades, siempre y cuando no se quede en ese pedacito, pues de lo contrario, el esfuerzo no es sostenible.
Hay una actora fundamental que es pieza indispensable para atender esta necesidad de la alimentación y que, sin embargo, labora sin ser reconocida y muchas veces hasta sin remuneración: las mujeres rurales, eslabón vital en la cadena alimentaria, pues cultivan, crían, procesan, transportan y distribuyen los alimentos que consume, no solo su núcleo doméstico, sino la sociedad.
El Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias (IFPRI) señaló que Guatemala mantiene el quinto peor desempeño en el mundo en cuanto a cambios en el Índice Global del Hambre, retrocediendo tres puntos desde 1990; también tenemos el mismo quinto lugar a nivel mundial en desnutrición crónica.
Estamos frente a una realidad que muchos se niegan a ver, pues a algunos de ellos solo les preocupan las cifras macroeconómicas y el crecimiento económico, aunque sea concentrador. Piensan que productividad y competitividad son las palabras mágicas, y que todo lo demás viene por añadidura. Otros ciegos ante esa realidad son aquellos que ejercen o aspiran a ejercer función pública con el único propósito de lograr beneficios privados.
Esas cegueras sociales dificultan enfrentar el hambre que sufren, principalmente y no por casualidad, los pobres y excluidos.
- Ileana Alamilla, periodista guatemalteca, fallecida en enero de 2018.