Para mí, por una cuestión de diferencia horaria, el muro de Berlín cayó el día 10 y no el 9 de noviembre de 1989. Pude verlo aquel día en un televisor de imágenes inestables, como si fueran sólo fotografías imaginadas o inventadas. Un sueño inesperado. Y como europeo así lo sentí allí, en Firozpur (o Ferozpur), una ciudad situada en el Punjab indio. Me quedé tieso ante el televisor. “¿Vas a cenar? ¿Eso que miras es tan importante?”, me preguntaron mis anfitriones indios al ver que estaba hipnotizado ante la pantalla.
Ferozpur (o Firozpur) es otro ejemplo de frontera dura y repentina, aquella que resultó de la partición de 1947. Entonces, India y Pakistán obtuvieron la independencia entre un baño de sangre inconmensurable. En medio de trasvases masivos de población. Decenas de millones de seres humanos atrapados por una frontera nueva, entonces tan artificial como la de las dos Alemanias. Günter Grass, quien quedó marcado por sus viajes a la India, sugirió alguna vez que como alemán y europeo de su tiempo estaba muy bien situado para comprender la partición del Indostán, lo que fuera la India británica.
En los primeros días de 1989, hice mi segundo viaje a Berlín Este antes de que cayera el muro. Pero cuando meses después estaba junto a la línea fronteriza de India-Pakistán, mis anfitriones indios relativizaban todo el drama europeo que tanto me emocionaba. Hacía sólo cinco años del asalto de las tropas indias al Templo Dorado de Amritsar y de la muerte de Jarnail Singh Bhindranwale, líder religioso de los militantes sikhs que habían ocupado lo que se puede considerar el Vaticano de esa religión. Después, otros sikhs que formaban parte de la escolta de Indira Gandhi asesinaron a la primera ministra por haber organizado aquel ataque conocido como operación Blue Star. A continuación, hubo matanzas de sikhs en Delhi y otros lugares del país.
En 1989, todavía me advertían allí de la inseguridad y del peligro que seguía habiendo en ciertas carreteras. El ejército indio controlaba el territorio con firmeza; pero la radio dio cuenta el mismo día 10 de noviembre de un ametrallamiento contra un colegio: 16 muertos. Los autores –presumiblemente- habían sido rebeldes sikhs (o sijs) del Punjab partidarios de crear Khalistán, un nuevo estado independiente. Habría sido la partición de la partición, como en cierta medida fue el nacimiento de Bangla Desh. De modo que el muro de Berlín era algo lejano desde todos los puntos de vista.
En la zona en la que me encontraba, un médico hindú me dio a entender que pagaba el “impuesto revolucionario” para sobrevivir. Y dos meses antes, un atentado con bomba había acabado en el mismo lugar con la vida de unas cuarenta personas. Ante la cercanía de Pakistán, la partición sangrienta de 1947 era una memoria viva. El asunto del muro de Berlín –para mis amigos de Ferozpur- no era para tanto. “No vas a dejar de cenar por ello, ¿verdad?”, me dijeron. Recordar su distancia de la guerra fría europea me sugiere ahora otros aspectos de la evolución global desde aquel 9 de noviembre.
¿Qué ha cambiado?
Para empezar, el mundo ha dejado de ser bipolar. Y la nueva multipolaridad resulta -con frecuencia- más inquietante que las viejas tensiones Este-Oeste. Las ideologías no han desaparecido, pero se entrecruzan en una economía global muchas veces imprevisible. Los regímenes multipartidistas predominan sobre los de partido único, pero aumentan el autoritarismo y las desigualdades. Lo que sucede estos días en varios países de América Latina es un buen ejemplo de eso.
Los gurús de la economía neoliberal han sustituido a los viejos ideólogos. No hay bloque «socialista» ni una idea clara de cómo podría ser hoy un socialismo «de rostro humano». Los aparatchiks están actualmente en empresas multinacionales tanto como en los gabinetes de geoestrategia. EEUU, que pareció un momento gran potencia única, está desgobernado por un presidente inverosímil; mientras, la que pareció potencia definitivamente derrotada (Rusia, heredera mayor de la URSS), se ha resignado mal a la nueva multipolaridad. En Moscú, Putin es el mejor modelo del moderno multipartidismo autoritario. Hay potencias en ascenso que fueron antes países colonizados (India, China, Sudáfrica, etcétera). Y si la emergencia de Asia está clara para todos, África muestra síntomas de acelerado desarrollo social, económico e histórico. A pesar de los conflictos que siguen asolando el continente africano y de su sangría migratoria.
El cortoplacismo de los dirigentes occidentales en asuntos graves como el fenómeno de las migraciones, impide ver a muchos ciudadanos que Estados Unidos y la Unión Europea no pueden comportarse como en el siglo XX. En Europa, a la caida del muro siguieron la disolución de la Unión Soviética y las guerras de los Balcanes, los conflictos del Cáucaso (Armenia-Azerbaiyán y el Alto Karabaj, Abjasia-Georgia, Chechenia, etcétera). Años más tarde, los enfrentamientos de Ucrania-Crimea.
Confluyen hoy también los desafíos de la economía globalizada y los efectos de la extensión generalizada (y de la beatificación neoliberal) de la tecnología. Las charlas de los gurús del neoliberalismo han sustituido a las disputas ideológicas de la Guerra Fría. Se está produciendo un ascenso de fenómenos neofascistas que se nutren de la desinformación, de la desigualdad y de las incertidumbres. Sobrevolando la digitalización, muchas regresiones se han extendido bajo capas inmensas de falsedades y mentiras. Eso, por ejemplo, ha ayudado a Trump a ser presidente cuando la hegemonía estadounidense ha dejado de estar clara.
“La bipolaridad fue un momento histórico excepcional. Creímos que le hegemonía de Estados Unidos sería inevitable. No ha sido así. La bipolaridad era una hegemonía compartida entre EEUU y la URSS. En 1989, pensamos que la hegemonía de Estados Unidos era ya un hecho. Apenas duró unos cinco o seis años”, ha declarado el politólogo francés Bertrand Badie (Le Monde, 8 de noviembre de 2019).
Según el profesor Badie, Occidente desperdició en 1989 el momento en el que podría haber asociado a países de la periferia geopolítica (los viejos países colonizados) al desarrollo y a una cierta cogobernanza mundial. Muchos de los conflictos que hemos conocido después habrían perdido motivos o, al menos, virulencia. Las viejas tendencias de una diplomacia heredera de la primera mitad del siglo XX -y hasta del XIX- se resisten a caer en el olvido. Contra esa ceguera, en este mundo hipertecnologizado, hiperconectado, nadie quiere quedar –digámoslo así- fuera del club de los beneficios.
Resurgen problemas del pasado atizados por ideologías que creíamos vencidas. La ira identitaria se impone a la lucha por una ciudadanía de los derechos sociales y democráticos. Las prácticas democráticas se debilitan. Y los debates colectivos se concretan en revueltas sociales inesperadas en países muy diversos. El cambio climático no es una especulación, sino un hecho constatado. Era difícil entreverlo en 1989.
Las nuevas guerras frías
“La seguridad medioambiental es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo”, afirma Bertrand Badie, “y los países del sur están más preocupados que los del norte. Sufren más ese cambio climático. En el Sahel, la desertificación avanza diez centímetros por hora. Eso conlleva nuevas guerras y dramáticos desplazamientos de población, mientras la inseguridad alimentaria mata entre seis y nueve millones de personas por año. Todo eso impulsa la violencia y alimenta muchos conflictos actuales”.
Muchos dirigentes mundiales han optado por un lenguaje pretendidamente firme para intentar probar que están fuertes, que son políticos decididos frente a la nueva complejidad. En la nueva configuración informativa, las fronteras entre los intereses de empresas globales y los de esos dirigentes se mezclan y confunden. Los estados se diluyen ante la fragmentación global.
El discurso político que predomina pretende que no hay alternativas en una economía que circula por sí misma, sin que ofrezca perspectivas de mejoras humanas y de cambio real. Así que las rebeliones sociales que surgen de repente tienen que ver con las nuevas sensaciones de un contexto dominado por la mentira política, la asfixia social y la explotación de la mayoría. La creciente interconexión de los individuos aumenta los impulsos hacia la revuelta contra los gobernantes de los Estados, que pierden peso día a día.
Toda aquella bipolaridad que vi derrumbarse en Ferozpur se ha convertido en una espiral planetaria. Y hoy no tengo tan claro que Europa esté hoy más segura ante los nuevos desafíos. En la frontera de Ferozpur las tensiones no han desaparecido. India y Pakistán son potencias nucleares que siguen mirándose a los ojos de manera inquietante.
Creíamos que vendría un mundo de certidumbres tras la caida del muro de Berlín. Nuestra perspectiva era limitada. Y el mayor espacio de potencial choque explosivo de todo el planeta quizá no es Oriente Medio, más cercano a nosotros, sino Cachemira. Allí, en las alturas del Himalaya, India y Pakistán mantienen su propia guerra fría intercalada con periódicas fases bélicas de mediana intensidad. Tres décadas después de nuestra emoción berlinesa, lo incierto prevalece.