Salgo a la calle a darme un baño de Humanidad, que decía el filósofo Kierkegaard. Voy tranquilo. Y es, en esa bondad del paisanaje, donde te encuentro. Eres tú, con tus luces de oficio, con tu traje de la vida.
Nos saludamos, y recordamos viejos tiempos, cuando todo era empezar. Lo cierto es que nos destacamos, desde la óptica del ciclo existencial, que todo ha de ser inicio, en cada segundo, como nos recordaba Heráclito.
Los efectos fríos y calurosos nos estimulan en esta jornada. Paramos. Nos sentamos para tomar un café, y en torno a los aromas de la infancia trabajamos esa querencia que nos profesamos.
El árbol de las esencias preside ese diálogo por el que desfilan gentes anónimas que para nosotros fueron héroes, como para mí lo es ese estandarte al que la historia no le ha dado facilidades, pero que ha conseguido, pese a los obstáculos, el éxito. Me subraya, y eso le ennoblece, que todo ha marchado como debía, pues los desniveles, según glosa, han ocasionado que llegara donde se ubica, en unas soberbias condiciones.
Es una gran persona: es un maestro. Me siento orgulloso de llamarle amigo, como ese “Hijo del Viento” que subía a la colina para gritar que estaba con el no aceptado por la sociedad. Yo sí lo entiendo, y no porque sea mi prójimo, sino porque es un emblema comunitario que el tiempo dejará en su sitio justo.
Tomamos, por ende, ese café, y conseguimos “empatizar” una vez más. La salud que acompaña al bienestar nos sonríe durante esos instantes que guardaremos como batería incansable para seguir progresando, como ha hecho él: anhelo que siga ocurriendo. Sí, recargamos pilas. Las circunstancias sencillas son las que más reconfortan.