He leído una novela protagonizada por un comisario de policía quien, sin detenerse a considerarlo, creía creer que meditar, reflexionar, es un exceso que el ser humano se permite con la intención de verse a sí mismo como el ser supremo de la Naturaleza conocida.
Es un personaje de libro aparentemente irreal del que ya he escrito en algún sitio que se jacta de no llegar a ninguna conclusión cada vez que reflexiona, carente de toda lógica y fiado por completo a lo que no nos atrevemos a llamar instinto para no venerar así lo que de desprecio a lo cultural de los humanos hay en el aval dado a lo natural, al ámbito meramente animal, biológico, apenas evidenciado sobre la geología y la gran explosión.
¿Podemos pensar sin necesidad de decapitar el verdadero valor de la verdad, sin amilanar nuestro más preciso conocimiento del pasado, sin hacer arder para siempre el futuro despojado de deseo?
Los sentimientos también se ven afectados por esa adoración a las reflexiones, porque no dejan de ser el poso residual de la elaboración meditada de las emociones inolvidables antes del olvido.
Necesitamos saber siempre, en cada caso, dónde ocultaron nuestras inseguridades las certezas y decidirnos a acudir a esos lugares sin necesidad de plantearnos una y otra vez las preguntas que nos atan a las praderas.
El comisario se apellida Adamsberg y es fruto de la imaginación de la escritora Fred Vargas. Adamsberg, dime que tengo razón. Aunque, bien mirado, quizás sea ese desprecio tuyo a la intuición otra cosa muy distinta. No lo sé. Pero tampoco voy a ponerme a pensarlo.
[imagen de la artista alemana Gabriele Münter (Sommer, 1908)]