Prohibido leer en la tribuna del Congreso de los Diputados

Siempre he pensado que el día que el Reglamento autorizó a los diputados la lectura de sus discursos se violaron algunos dogmas del mercado, de la libre competencia, de la productividad y hasta de la eficacia

Juan de Dios Ramírez-Heredia[1]

Lo que les voy a contar forma parte de mis recuerdos más señalados de la maravillosa etapa que me tocó vivir como diputado constituyente tras las primeras elecciones democráticas celebradas en España en el año 1977.

fraga-y-carrillo-1977 Prohibido leer en la tribuna del Congreso de los Diputados
Fraga Iribarne y Santiago Carrillo en 1977

Para mí, como para la mayoría de quienes integrábamos el Pleno del Congreso, todo era nuevo. Tan solo quienes habían sido Procuradores en las Cortes franquistas se movían por el palacio como Mateo por su casa.

Éramos conscientes de que la Providencia, las circunstancias, la suerte o el destino nos había reservado un humilde, pero no por ello menos importante, papel en la historia de nuestro país. Y yo lo había interiorizado. Tratar de cerca a quienes hasta pocos días antes solo les veía en la pantalla de la TV en blanco y negro, ―en la única cadena, TVE, existente― me parecía un sueño.

Aún así el clima humano que se respiraba entre todos nosotros era muy esperanzador. Impactaba ver a Santiago Carrillo, jefe supremo de los comunistas españoles, por citar a quien posiblemente encarnaba la imagen más antagónica del régimen franquista, conversando o tomándose un café, con toda naturalidad, con Fraga Iribarne, quien hasta la llegada de Adolfo Suárez a la presidencia del Gobierno había sido ministro de la Gobernación, a las órdenes de Arias Navarro; es decir, máxima autoridad de la policía y la Guardia Civil.

Fraga tuvo que lidiar con gravísimos desórdenes públicos ―cinco muertos por la policía en Vitoria o la tragedia de Montejurra, donde la extrema derecha provocó el terror y la muerte― lo que le llevó a pronunciar la conocida frase “la calle es mía”. Pues, a pesar de todo, se palpaba la esperanza de que seríamos capaces de sentar las bases sobre las que construir en nuestro país un clima de convivencia donde cada uno pudiera defender sus ideas con el uso mágico y poderoso de la palabra.

¿Cuál fue la primera Ley de la democracia?

Fácilmente deducible: la que había de establecer el Reglamento de la Cámara. El Reglamento era, y sigue siendo, como el manual de instrucciones que nos permite montar un mueble, sacar partido al aparato de electrónica que acabamos de comprar, o conocer cómo solucionar cualquier avería de nuestro coche. Sin Reglamento, el Congreso de los Diputados no podría funcionar. Votar el Reglamento y contribuir a su redacción, para mí era una misión apasionante.

Hasta que llegó el día de su discusión y votación en el Pleno. Fue el 13 de octubre de 1977. La Comisión creada para redactar el texto había terminado su trabajo. 143 artículos más las disposiciones finales y las transitorias obligaron a los redactores a hacer un trabajo laborioso, aunque, justo es reconocerlo, tenían un buen patrón del que copiar: el Reglamento del Congreso de los Diputados establecido por la Segunda República Española en 1931 y modificado definitivamente el 29 de noviembre de 1934.

Primeros asesinatos de ETA en democracia

El pleno del 13 de octubre de 1977 fue muy sobrecogedor. Fernando Álvarez de Miranda, primer presidente de la Cámara Baja, dio comienzo a la sesión dándonos la triste noticia de que habían sido asesinados el presidente de la Diputación de Vizcaya y los dos guardias civiles de su escolta. Fueron las primeras víctimas de ETA de las que se nos dio conocimiento en democracia.

Una ráfaga de aire dolorido recorrió el hemiciclo de punta a punta. El ambiente se podía cortar con un cuchillo. ¡No puede ser!, nos decíamos en nuestro interior. Ya vivimos en democracia, el franquismo ha sido apartado de nuestras instituciones. ¿Por qué, Señor, por qué han de seguir matando? ¡Qué poco podíamos imaginar que la lista seguiría creciendo y creciendo hasta llegar a los 864 muertos en más de 7000 atentados.

Pero para mí aún quedaba otra triste noticia por digerir. En ese mismo pleno se nos comunicó que había fallecido José Espinet Chancho, miembro de la candidatura de UCD por Barcelona. Muy buena persona, con quien mantuve una cordial y respetuosa amistad. Espinet fue el primer diputado fallecido en democracia durante su mandato.

Ese día también recibió una puñalada mortal el verdadero parlamentarismo. Así lo pensé yo, y conmigo la mitad de los diputados presentes en la Cámara. El artículo 57 del Reglamento decía textualmente: “Los Diputados, en sus intervenciones, sólo podrán leer cifras, citas textuales o aquellos datos que, usualmente, no se confían a la memoria”. Es decir, que se pretendía que continuara vigente el mandato republicano que prohibía a los intervinientes martirizar a los parlamentarios leyendo largos discursos que, algunas veces, créanme, porque lo he vivido por experiencia, duermen a las ovejas. Durante algún tiempo aguantábamos estoicamente ver subir a la tribuna a algún diputado portando un buen manojo de folios, momento en que se producía la desbandada y el hemiciclo quedaba casi vacío. Alguna de Sus Señorías tenía la virtud de provocar en los oyentes lo que en circunstancias habituales ocasiona haber bebido mucho líquido o padecer una hiperplasia prostática: salir corriendo al lavabo para hacer “pipí”.

La elocuencia es un don que se tiene o no se tiene. La oratoria, por el contrario, es un arte que tiene sus reglas y que hay que saber administrarlas. No todo el mundo puede ser un gran orador porque, entre otras cosas, el arte de la oratoria se cultiva y se valora en el ejercicio de la libertad. Hay quien sostiene que el primer pueblo que pasó a ser un pueblo libre fueron los griegos, porque ellos contaron con grandes oradores.

Los políticos, por lo tanto, no tienen por qué ser grandes oradores. Sí deben ser, condición indispensable, personas elocuentes. El profesor peruano Grègor Díaz define la elocuencia como “una facultad, mediante la cual, valiéndose de la palabra, el hombre convence, persuade y deleita”. El parlamentarismo español ha dado grandes políticos, excelentes comunicadores que aún sin ser destacados oradores sí han sido sumamente elocuentes a la hora de exponer y defender sus ideas. Horacio decía “cuando tengáis bien claro en la mente lo que queréis decir, las palabras vendrán espontáneas”.

Pero el 13 de octubre de 1977, Heribert Barrera Costa, secretario general de Esquerra Republicana de Cataluña y diputado como yo, por Barcelona, le dio un rejón de muerte al parlamentarismo tradicional, decimonónico y republicano, al defender una enmienda al artículo 57 del Reglamento pidiendo la supresión del párrafo donde se establecía que los diputados no podían leer sus discursos. El resultado de la votación fue el siguiente: 153 votos favorables a la lectura de los discursos; 143 en contra; nueve abstenciones y un voto nulo. Es decir, la Cámara dividida exactamente por la mitad.

Aquel día pasaron a otra estancia de la historia el gran Pericles, sin duda el mejor orador de la historia, Aristóteles maestro de la retórica, o Girolamo Savonarola que, de vivir hoy, pondría la Cámara en pie, como lo hacía en tiempos de Alejandro VI, con sus sermones en Florencia denunciando la “hoguera de vanidades” de los políticos de entonces.

En España los líderes políticos son muy buenos parlamentarios

Parlamentarios que brillan con luz propia. Son personas elocuentes que tienen, sin duda alguna, algo que decir. Hago intencionadamente abstracción de los diputados de mi época, donde abundaban, más que ahora, hombres y mujeres que eran verdaderos maestros de la palabra.

Por citar algunos de los actuales quiero señalar a Pedro Sánchez que junto a Mariano Rajoy eran un poco “plastas” cuando leían, pero que alcanzaban grandes dotes de elocuencia en las réplicas a sus adversarios. Es decir, cuando no tenían que leer. Pablo Casado, presidente del PP, y Albert Rivera, líder carismático de Ciudadanos, son dos diamantes en bruto a los que habría que someter a algún programa de reestructuración de sus grandes facultades. En Esquerra Republicana destaca Joan Tardá. Tampoco lee o lee muy poco. Sabe administrar muy bien las pausas y la entonación de la voz. En esto tal vez sea el mejor de todos. Y en Podemos ¿qué puedo decir? Tanto Pablo Iglesias como Irene Montero son dos volcanes de palabras que hace muy difícil, a veces, asimilar tantos mensajes como quieren transmitir.

Siempre he pensado que el día en que el Reglamento autorizó a los diputados la lectura de sus discursos, se violaron algunos dogmas del mercado, de la libre competencia, de la productividad y hasta de la eficacia. Y si no, ¿para qué sirven las fotocopiadoras?. Deposite cada interviniente una copia de su discurso en el casillero que cada uno tiene, y este ya se lo leerá en el momento oportuno. O que lo envíen por correo electrónico, o por WhatsApp, o por cualquiera de los infinitos medios que la moderna tecnología pone al alcance de cualquiera.

¡Ah! Y un consejo para los que leen. Practiquen la lectura en su casa y háganlo ante un espejo. No permanezcan todo el tiempo con la mirada clavada en el papel. Es muy desagradable. Y cuando hagan una pausa acuérdense del lugar donde han interrumpido la lectura. De lo contrario pueden sufrir un accidente como el que le sucedió a un diputado cuando daba lectura a un complicado discurso presupuestario. Se perdió en un párrafo y, nervioso, se quedó atascado con una palabra sin terminar en su boca. Todos le mirábamos angustiados temiéndonos que le faltara el aire para respirar. Lo que provocó que el diputado asturiano Marcelo Palacios, médico de profesión, que se sentaba a mi lado, (Almería y Asturias, por razones del alfabeto éramos vecinos de escaño) dijera alarmado y con voz potente:

―¡Por favor, que le extirpen la palabra al compañero!.

  1. Juan de Dios Ramírez-Heredia es abogado y periodista.

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