Ganadora del Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Berlín 2019 y del Premio a la mejor dirección en el Festival de Cine Europeo de Sevilla, “Sinónimos”, tercer largometraje de Nadav Lapid (“La profesora de parvulario”) es el falso autorretrato de un joven permanentemente enfadado que cuenta muchas cosas a la vez: en primer lugar una crítica virulenta del régimen israelí, pero también la ficción políticamente comprometida de un renacimiento, una reflexión sobre el lenguaje y un canto de amor al cine en general, y a la nouvelle vague en particular.
Yoav (el debutante Tom Mercier) llega a París decidido a no regresar jamás a Israel. Entra en un apartamento vacío y, sin darle tiempo a adaptarse, le roban todas sus pertenencias, ropa, dinero y documentación. Totalmente desnudo y desorientado, conoce a un chica y un chico, vecinos franceses (Quentin Dolmaire, “Tres recuerdos de mi juventud”, y Louise Chevillotte, “Amante por un día”), pertenecientes a la alta burguesía parisina, intelectuales y sofisticados, que le ofrecen un pantalón, una camisa y un abrigo amarillo, que luego destacará en todos los recorridos de Yoav por la capital francesa.
Con ellos inicia una relación de amor y amistad, al tiempo que aparecen las contradicciones de vivir entre los dos mundos de Israel y Francia, con dos lenguas, el hebreo que se niega a hablar, y el francés, las palabras y sus sinónimos como están en el diccionario… las cuestiones del exilio y la acogida, y los sentimientos de pertenencia y rechazo.
Cuajada de sentidos e interpretaciones diferentes, la película nos habla de un hombre joven, más bien del cuerpo de un hombre joven, zigzagueante en un país que no es el suyo, en una ciudad desconocida, en una trayectoria imposible, como una metáfora llena de significados posibles que, al parecer, tiene mucho que ver o al menos está inspirada en el viaje a Francia que el director efectuó en los primeros años del milenio, según sus propias confidencias en una entrevista en el mensual Vanity Fair (abril 2019):
“Casi todo lo que sucede en la película es cierto. Antes de ir a París hice un servicio militar de tres años y medio en un puesto fortificado en la frontera con Siria y Líbano. Tres años y medio en mitad de la nada es mucho, pero en Israel es normal. Nada más licenciarme hice autostop para ir a Tel Aviv, abandoné el uniforme, me teñí el pelo de rubio platino… tenía veintiún años. Empecé a escribir en una revista, sobre todo de fútbol, y a estudiar filosofía en la universidad. Empecé a escribir cuentos. Al cabo de algunos meses escuché una especie de voz divina y vi la luz. Comprendí que para salvarme tenía que huir de Israel… A los pocos días aterrizaba en el aeropuerto Charles De Gaulle con el objetivo claro y lúcido de dejar de ser israelí, de transformarme en francés… y eso pasaba a la fuerza por el idioma. Necesitaba palabras para reemplazar la lengua abandonada. Hice una inmersión en el francés, estaba obsesionado con los sinónimos, hay muchos más sinónimos en francés que en hebreo. Tenía la impresión de que cada palabra en francés me alejaba del infierno y me acercaba al paraíso. No conocía a nadie, comía todos los días lo mismo. Hasta que encontré un amigo, el mejor que he tenido nunca, que era francés. Gracias a él descubrí el cine, yo no sabía que había realizadores, que existían el plano, la escena, la secuencia. Gracias a él descubrí el cine a la francesa; es decir, como objeto de discusión y de debate. Tengo la sensación de que nací una segunda vez, como cineasta, en Francia”.