Cuando hablamos de discapacidad, normalmente se confunde con incapacidad cuando son conceptos diferentes que suponen distintas implicaciones tanto a nivel laboral como social, económico, personal.
Si nos referimos a una incapacidad, estamos dando constancia de la situación en la que se encuentra un trabajador que no puede ejercer su profesión porque le ha sido reconocida una discapacidad. Esto puede deberse a una enfermedad común o profesional; a un accidente laboral o no laboral y genera en todo caso, un derecho a prestaciones de la Seguridad Social.
Cuando una persona por ejemplo, tiene diagnosticada una discapacidad visual y es piloto comercial, no puede, ni debe, forzar la vista para seguir ejerciendo ese puesto dado que compromete a la sociedad y a su persona. Entonces debe ser valorado por el Equipo de Valoración de Incapacidades que verá cuál es su grado y considerará si debe o no seguir ejerciendo dicha profesión. La empresa por su parte, debe adecuar el puesto de trabajo a ese trabajador y no debe actuar contra él, esto es, no pueden echarle por esa causa y deben apoyarle para que pueda seguir siendo un empleado más.
Las incapacidades se dividen en permanente parcial, permanente total, absoluta y gran invalidez.
La primera es aquella que, sin alcanzar el grado de total, ocasiona al trabajador una disminución no inferior al 33 % en su rendimiento normal para dicha profesión sin impedirle la realización de las tareas fundamentales de la misma.
Por otro lado, la total para la profesión habitual, inhabilita al trabajador para la realización de todas o de las fundamentales tareas de dicha profesión siempre que pueda dedicarse a otra distinta.
La permanente absoluta inhabilita por completo al trabajador para toda profesión u oficio y finalmente, la gran invalidez, supone que la situación del trabajador afecto de una incapacidad permanente y que por consecuencia de pérdidas anatómicas o funcionales, necesite de la asistencia de otra persona para ser independiente. Esta persona pasa a ser dependiente y por tanto, será valorada como tal.
En todos estos supuestos se les otorga un grado de discapacidad de al menos, un 33 % de discapacidad.
En cuanto a la discapacidad, una persona con discapacidad, que no minusválida o discapacitada, es aquella cuyas posibilidades de integración educativa, laboral o social se hallan disminuidas como consecuencia de una enfermedad de carácter congénito o no, en sus capacidades psíquicas, físicas o sensoriales. Por ello, cualquier persona, trabajadora o no, que esté o no integrada en alguno de los regímenes de la Seguridad Social, puede solicitar el reconocimiento de la discapacidad siempre y cuando cumpla con los requisitos marcados por el IMSERSO u órgano competente de su Comunidad Autónoma.
Será en los centros base en donde la persona deba solicitar dicho reconocimiento.
A partir de un grado de discapacidad del 65 % se puede acceder a la pensión del nivel no contributivo es decir, la pNC de invalidez.
En cuanto a la dependencia, hablamos de personas que se encuentran por diversas situaciones en esta situación porque han perdido toda o parte de su autonomía física, mental, intelectual o sensorial, y también necesitan ayuda de otra persona para realizar actividades básicas de la vida diaria o de otros apoyos para su autonomía persona.
En España, esta contingencia queda regulada en la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, conocida como “Ley de Dependencia”. Existen tres grados: dependencia moderada, severa, y gran dependencia. La valoración y los cuidados de las personas con dependencia quedan a cargo de las Comunidades Autónomas.
Por ello y por tanto, no se debe confundir tampoco dependencia y discapacidad. Una persona con discapacidad no tiene por qué estar en situación de dependencia y lo mismo pasa con la incapacidad: un trabajador al que se le otorga una pensión de incapacidad permanente no tiene por qué ser dependiente.