Nagorno Karabaj, una herida que no cierra

Los tanques recorrían las principales arterias de Tiflis, la capital de Georgia. La bandera de los Estados Unidos ondeaba encima del primer Abrams. No, no se trataba de una película de guerra rodada en los estudios de Hollywood; esos uniformados no eran actores. Como todos los años en estas fechas, los militares americanos, británicos y holandeses celebraban su participación en las maniobras conjuntas con el ejército georgiano; una excelente ocasión para los habitantes de Tiflis de organizar manifestaciones de protesta  contra la presencia rusa en las antiguas repúblicas soviéticas del Cáucaso.

Sucedió este verano, el 27 de agosto. A 224 kilómetros al sur de Tiflis, en la base militar de Guiumri, en la republica de Armenia, los soldados rusos se dedicaban al mantenimiento de sus carros de combate. ¿El enemigo? Aparentemente, nadie hablaba de enemigos. Los americanos estaban en Georgia, los turcos, en Azerbaiyán, los iraníes, a escasos kilómetros de los confines armenios. Pero a nadie se le ocurría pronunciar la palabra “enemigo” y menos aún, “guerra”.  Sin embargo…

El conflicto estalló un mes más tarde, el 27 de septiembre, cuando la avanzadilla de las tropas azeríes lanzó un primer ataque contra las instalaciones armenias de Nagorno Karabaj, el enclave que se había convertido en la manzana de la discordia en el conflicto entre las dos exrepúblicas soviéticas: Azerbaiyán y Armenia. Si bien la región forma parte oficialmente del territorio de Azerbaiyán, la nutrida población armenia que lo habita reclama sus derechos cívicos y, por qué no, la adhesión a la vecina República de Armenia. Otro conflicto territorial descuidado por la Rusia de los zares y… de Putin, convertido en foco de tensión por la intransigencia de las comunidades religiosas. Azerbaiyán es un país musulmán, mientras que Armenia se enorgullece de ser el único baluarte cristiano en la región. Los roces vienen de muy antiguo, aunque hay que reconocer que el imperio otomano llevaba una hábil política de tolerancia religiosa, que se desvaneció a comienzos del siglo pasado, durante el gobierno de los jóvenes turcos.

Los zares protegieron siempre a los armenios, sus aliados cristianos sometidos al poder de los sultanes. La alianza no acababa de gustar a los dignatarios de la Sublime Puerta, poco propensos a aceptar las injerencias de la archienemiga Rusia en las políticas del imperio otomano. Tal vez por ello, los gobernantes de ambos imperios optaran por dejar en suspense la cuestión de las etnias caucásicas. El régimen soviético y el nuevo estado turco de Mustafá Kemal tampoco hallaron una solución al conflicto intercomunitario.

El 27 de septiembre, tras el inicio de la ofensiva de Nagorno Karabaj, tanto Rusia como las capitales europeas se encontraron con un déjà vu, con una repetición del enfrentamiento armado de 1988 – 1994, una guerra sin vencedores ni vencidos, que no satisfizo los deseos de los políticos de Bakú y Ereván. Un conflicto que facilitó, eso sí, la presencia de efectivos militares rusos en Armenia y, de paso, el acercamiento de los países miembros de la Alianza Atlántica – Estados Unidos, Inglaterra, Francia – a la región. El desfile de Tiflis es una muestra de ello.

El sistema de vigilancia y previsión de conflictos creado por la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), una especie de mini-pacto de Varsovia o, mejor dicho, una organización político-militar creada por Rusia, que congrega a los últimos aliados estratégicos  del Kremlin en la zona – Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán, y Tayikistán – no ha logrado formular propuestas de alto el fuego convincentes. Ante el interrogante: ¿tomará en Kremlin cartas en este asunto?, las cancillerías occidentales se vieron obligadas a elaborar su propia estrategia. Con razón: los servicios de inteligencia de la OTAN apuestan de antemano por la victoria de Armenia sobre Azerbaiyán, es decir, de Rusia sobre Turquía – aliada y valedora de los azeríes – e Irán, el convidado de piedra que mueve los hilos del conflicto entre bastidores.

¿Se enfrentará Putin a sus principales aliados musulmanes – Turquía e Irán? Los estrategas occidentales descartan esta opción. En realidad, la mayoría de las potencias extrarregionales tienen mucho que perder en este combate.

Para empezar, Rusia. Si bien el Kremlin no parece dispuesto a renunciar a la tradicional alianza con los armenios, la Federación rusa sigue siendo uno de los mayores suministradores de armas destinadas al ejército azerí. Es una opción irrenunciable impuesta por la política euroasiática de Putin. De donde la necesidad de mantener los lazos con Bakú.  Pero hay más; mucho más.

Azerbaiyán suministra el gas natural del Turkish Stream, el gasoducto ruso destinado a abastecer a los países de Europa meridional y central:  Bulgaria, Rumanía, Serbia, Hungría y Austria.  Antes de llegar al Mar Negro, la tubería atraviesa… Armenia.

Otro proyecto energético que involucra a Azerbaiyán es el gasoducto del Cáucaso Sur, en el que participan empresas británicas, noruegas, francesas, italianas, griegas y japoneses. Sin bien el punto de partida es Shajdeniz, un yacimiento situado a 40 kilómetros al norte de Bakú, y la meta, el puerto (también) turco de Ceyhan, las instalaciones del Cáucaso Sur transitan por… Georgia.

¿Pura casualidad? No, en absoluto. El mapa energético de Asia Menor no puede modificarse. Es una de las razones que incitan a Occidente a tomar cartas en el conflicto interétnico, reclamando la solución negociada del enfrentamiento que, según los estrategas, podría desembocar en una guerra generalizada.

Ankara y Moscú, que apoyan bandos distintos en el Cáucaso, también tienen puntos de vista opuestos en los conflictos de Siria y Libia. Conocida es la animadversión de los turcos por los armenios, que se traduce por el incondicional apoyo a los turcomanos de Azerbaiyán.

Aunque las perspectivas de una solución pacífica del conflicto parecen más bien sombrías – tanto los armenios como los azeríes insisten en imponer su punto de vista en el campo de batalla – una posible mediación de Rusia, Estados Unidos, Francia, Alemania y Turquía podría persuadir a las partes para renunciar a la violencia.  Es lo que desean en estos momentos el Kremlin, la Casa Blanca y sus respectivos aliados, principales beneficiarios de las exportaciones de gas azerí.

Los mediadores podrían redactar un documento sobre la devolución simbólica – total o parcial – de las propiedades de los armenios de Nagorno Karabaj a los azeríes a cambio de un compromiso formal de renuncia a la violencia, algo difícilmente imaginable en las actuales circunstancias.

 No cabe la menor duda de que el conflicto del Cáucaso presenta muchas similitudes con los desequilibrios poblacionales registrados en la Europa de comienzos del siglo pasado, un autentico rompecabezas que la Sociedad de las Naciones fue incapaz de armar. Los viejos conflictos – los Balcanes, Europa central, los mares Egeo y Mediterráneo – siguen vigentes y nos recuerdan la ineficacia de los diplomáticos del Viejo Continente.

Malos augurios, pues, para la ya de por sí convulsa región caucásica.

Adrian Mac Liman
Fue el primer corresponsal de "El País" en los Estados Unidos (1976). Trabajó en varios medios de comunicación internacionales "ANSA" (Italia), "AMEX" (México), "Gráfica" (EE.UU.). Colaborador habitual del vespertino madrileño "Informaciones" (1970 – 1975) y de la revista "Cambio 16"(1972 – 1975), fue corresponsal de guerra en Chipre (1974), testigo de la caída del Sha de Irán (1978) y enviado especial del diario "La Vanguardia" durante la invasión del Líbano por las tropas israelíes (1982). Entre 1987 y 1989, residió en Jerusalén como corresponsal del semanario "El Independiente". Comentarista de política internacional del rotativo Diario 16 (1999 2001) y del diario La Razón (2001 – 2004). Intervino en calidad de analista, en los programas del Canal 24 Horas (TVE). Autor de varios libros sobre Oriente Medio y el Islam radical.

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