Roberto Cataldi[1]
En un mundo donde las democracias tienen demasiados e innecesarios problemas, desde hace unos años, individuos sin un pasado político-partidario pero muy conocidos públicamente en otros ámbitos, saltan al ruedo político, se presentan a elecciones y tienen éxito.
Más allá que se sitúen en lo que políticamente se considera derecha o izquierda (categorías por cierto discutibles), estos «outsideres» surgen como abanderados de la anti-política (para combatir la corrupción institucional), del anti-establishment (para enfrentar la casta), y rechazan las instituciones propias de la democracia liberal.
En realidad, si se habla de «democracia liberal» es porque existe una «democracia no liberal», que para mal de las sociedades cada vez cobra mayor impulso, cuestionando la fórmula que en Occidente se consideró la más apropiada.
Sin embargo, democracia y liberalismo son dos términos diferentes, aunque bien pueden asociarse. La democracia incluye el concepto de igualdad, y el liberalismo el de libertad.
Democracia y libertad nos remiten a la antigüedad, pues, la democracia como sistema político era practicada en Grecia, aunque no todos estaban habilitados para participar en su gestión, y en cuanto a la libertad, la sociedad griega era esclavista.
El liberalismo como doctrina política surge en el Siglo de las Luces, se populariza con «Liberté, Égalité, Fraternité», la célebre frase de la Revolución Francesa que dio oxígeno a muchas sociedades.
Pero las manipulaciones políticas se apropiaron del sustantivo libertad como algo circunscripto al ámbito privado, sobre todo en lo económico y mercantil, oponiéndose a cualquier injerencia del Estado o la sociedad, y convirtiéndose en una bandera de las llamadas derechas, que a menudo confunden «privilegios con derechos».
La igualdad en lo social como principio de opciones y oportunidades (a pesar de que es necesario reconocer las diferencias), sería bandera de las izquierdas, que suelen confundir «necesidades con derechos».
Y el último término del lema, la fraternidad, considerada una virtud para la religión y un principio para la filosofía, en la práctica es un recurso retórico, por eso siempre estuvo a la intemperie.
Lo cierto es que entre la democracia y el liberalismo la relación es de tensión. En efecto, uno puede ser demócrata y no liberal, asimismo liberal y no demócrata. John Locke era liberal (considerado el primer teórico del liberalismo) pero al parecer no era demócrata, pues consideraba que tenían derecho al voto solo los que eran propietarios… Y John Stuart Mill pensaba que el voto de cada persona debía ser proporcional a su nivel educativo, incluso llegaba a aceptar el despotismo si éste tuviese en cuenta los intereses del pueblo…
Para no pocos liberales la democracia era y es el gobierno de la plebe, y el temor a la tiranía de las mayorías constituye una constante. El liberalismo procuraría evitar que los pobres despojen a los ricos de su riqueza, pero que a su vez los ricos no abusen económicamente de los pobres, y finalmente proteger a todos del poder omnímodo del Estado.
Hoy las democracias no liberales, con el argumento de que surgen de la voluntad popular, creen ser los únicos intérpretes del pueblo y, consideran erróneamente que cada palabra o cada acción del «líder supremo» tiene el respaldo acrítico de todos sus votantes, asumiendo que esto les daría el derecho a no respetar la independencia de poderes (comenzando por el poder judicial), hostigar a la oposición parlamentaria (surgida del voto de la ciudadanía) como a todo aquel que piense distinto, e incluso desconocer la libertad de prensa.
Surgen con la legitimidad del sufragio universal, compiten con los otros partidos políticos, que a menudo acusan de ser «casta». Y en su arremetida buscan someter a ciertas minorías (étnicas, religiosas, de género) que consideran injustamente favorecidas por las correcciones políticas o moralizantes (para algunos tiranías de las etiquetas), por eso ven en los derechos de estas minorías un serio obstáculo para el ejercicio de la justicia y la igualdad.
Por otra parte, prescindiendo de toda limitación moral y ética, tienen un ejército de acólitos que manejan las redes sociales con un criterio manipulador de la verdad, en favor del jefe, y durante las veinticuatro horas bombardean a la población con sus mensajes tendenciosos, noticias apócrifas, agravios e insultos, amparados en el anonimato.
Tienen muy claro que es necesario destruir aquellas instituciones que se oponen a los caprichos de su líder. En fin, pienso que es difícil aceptar que un jefe de Estado pase varias horas al día prestando atención a las redes sociales (twiteando y retwiteando), en vez de entregarse de lleno a la problemática propia de la gestión del ejecutivo, para la cual fue electo.
Si algo comparten estas derechas e izquierdas, es el llamado «capitalismo de amigos». En efecto, desde el poder se favorece a un empresario en una licitación, concediendo permisos legales, repartición de subvenciones o exenciones impositivas.
Les preocupa llevarse bien con las corporaciones que serían las que realmente tienen el poder, otorgándoles favores para evitar la innovación y la competencia.
Como suele decir un amigo, si no se pertenece al «círculo rojo» nunca se llega, a lo sumo terminarás tu vida con la gratificación espiritual de que no lograron corromperte… Y hace unos días, una figura mediática volvió desvergonzadamente sobre la corrupción, sosteniendo que en el fondo es un tema menor, aunque necesario para aceitar los engranajes y que los negocios funcionen mejor.
Recordé que ese razonamiento hipócrita lo escuché hace algunas décadas en un referente del neoliberalismo.
En fin, pienso que son más peligrosas las democracias no liberales que las tiranías desembozadas con las que todos sabemos a qué atenernos, y justamente porque surgen de las entrañas mismas de la democracia… En otras palabras, es como dormir con el enemigo.
Si tienen éxito es porque las democracias liberales no fueron capaces de resolver aquellos problemas básicos y vitales para las masas (desigualdad, pobreza, desempleo, inseguridad, corrupción).
Los políticos con su comportamiento revelan que viven en una burbuja (hay excepciones), pues, rápidamente olvidan sus promesas de campaña, decepcionando a los votantes que le otorgaron la confianza, y está a la vista que privilegian sus intereses personales por sobre el Bien común, por eso esta escenografía genera el desencanto y la ira de la gente, convirtiéndose en el caldo de cultivo ideal para estos outsiders que saben manejar los discursos de odio.
Son narcisistas que hacen de la vida un espectáculo, no tendrán un pasado político, pero les sobra cinismo, megalomanía, insensibilidad social, y en el poder hacen su política desoyendo los reclamos justos de la gente, crean su propio establishment, cayendo a menudo en todo aquello que criticaban, mientras el ciudadano acostumbrado a pensar por sí mismo solo ve fuegos de artificio.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)