Donde el algarrobo es mejor que el oro

Cansadas de que la sequía les arrebate a sus hombres y mate sus animales, las mujeres de Guanaco Sombriana, un pueblo del norte de Argentina, salen a pelear su destino aprovechando un árbol que hasta ahora apenas daba sombra en estos paisajes áridos, informa Fabiana Frayssinet (IPS).

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Teolinda Coronel recolecta vainas de algarroba con su nieta en San Gerónimo, Santiago del Estero. Crédito: Fabiana Frayssinet/IPS

El campo de fútbol es un símbolo de esta región semiárida del departamento de Atamisqui, 120 kilómetros al sur de Santiago del Estero, capital de la provincia homónima.

Dos arcos de ramas secas enmarcan la vegetación rala de cactus y arbustos bajos sobre el suelo blanco y salitroso que se extiende por el distrito de unos 10.000 habitantes.

La cancha vacía tiene un significado igual de desolador: los jugadores, maridos, hermanos, hijos y padres, volaron como trabajadores «golondrinas», esta vez a la cosecha de maíz y de arándano en el sur del país.

«Me llegué a quedar sola con mis siete hijos hasta ocho meses por año. Para sobrevivir criaba vacas, cabritos, lechones y gallinas. Vendíamos y algo nos quedaba para nuestro consumo. Pero, como hace dos años venimos padeciendo una sequía, muchos animales se han muerto», cuenta Graciela Sauco.

Dicen que es la peor sequía de los últimos 10 años. No hay dinero para forraje y los animales se mueren ante la impotencia de sus dueños. Son campesinos pobres, con predios de hasta 50 hectáreas, heredados de sus antepasados y que poseen en «ánimo de dueño» (sin título de propiedad).

Tampoco se puede sembrar, como antaño, zapallo ni maíz para los animales.

«Me gustaría que mis hijos tuvieran un trabajo mejor, para que no vayan tan lejos. Los extraño», dice Sauco entre sollozos.

«El último hijo se fue hoy a la desflorada (de maíz) en Buenos Aires. Viven en casitas prefabricadas, pasan calor, duermen en catres», se lamenta Eleuteria Ledesma.

Para las fiestas de fin de año, «no les dieron permiso para venir», lo que entristece más a las mujeres de Guanaco Sombriana.

Pero ahora albergan una esperanza.

Una década atrás se organizaron en la Asociación de Pequeños Productores de las Salinas Atamisqueñas (APPSA Guanaco), hoy integrada por 80 familias en esta aldea de 566 habitantes.

Los comienzos fueron difíciles, recuerda Lastenio Castaño, asesor técnico de la Subsecretaría de Agricultura Familiar del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de Argentina.

«No hay agua a veces ni para el consumo de las personas, menos para los animales o para sembrar. Aquí lo único que se da es ganado caprino», observa. Pero, «pese a ser un animalito muy aguerrido, en estos últimos años ha habido mucha mortandad».

La biodiversidad del monte (bosque de arbustos bajos), tampoco ayuda para «emprender alguna cuestión productiva», señala a Tierramérica. «Hay muy poca variedad de especies».

Los campesinos tenían la ilusión de que el galpón de adobe que construyeron fuera «un lugar para acopiar frutos del monte y granos para hacer un alimento balanceado para sus animales», recuerda Castaño.

APPSA, con apoyo de la Subsecretaría y de la Unidad para el Cambio Rural (UCAR), tiene además un pequeño molino para extraer harina de las vainas del algarrobo blanco (Prosopis alba) y negro (Prosopis nigra), típico de la región y presente hasta en las canciones folklóricas santiagueñas.

Las vainas solo se usaban en Guanaco Sombriana como alimento de ganado en épocas críticas. La Asociación tomó cursos de producción de harina de algarroba y alimentos panificados, de moda en tiendas naturistas y ferias orgánicas.

La harina es aromática y dulce, con sabor similar al cacao, rica en fibras, proteínas, fósforo, potasio, calcio, hierro, pectina, varias vitaminas y taninos.

«Antes molíamos las vainas con mortero. Con el nuevo molino molemos un montón en poco tiempo. No solo vainas, sino todo lo que queramos, también el maíz», explica Lili Farías.

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Un niño observa la cosecha de vainas. Crédito: Fabiana Frayssinet/IPS

Tierramérica llegó a la sede de APPSA un día de diciembre de trabajo febril, en plena época de cosecha.

Una camioneta cargada de bolsas con vainas estaciona en la puerta. La Asociación ahora tiene recursos para comprar cosecha a otros poblados.

Las mujeres pesan las bolsas y llevan las cuentas en un cuadernito. Otras muelen, en una carrera contra el tiempo. La temperatura llega a 50 grados en esta época del año y las vainas pueden «abicharse», explican.

Para hacer sus cuentas usan la calculadora de los teléfonos celulares, que «solo sirven para eso y para sacar fotos, porque no tenemos señal», se queja Marcela Leguizamón.

Cada socia aporta una botella de agua de sus aljibes. Toman mate, la típica infusión de yerba mate, y festejan unos 2.000 kilogramos de harina.

«Esto ha sido un paso muy importante para la Asociación, que ha crecido y está más independiente; tenemos fondos para manejar. Antes nos arreglábamos con las cuotas de los socios o rifas. Ahora, con la venta de la harina nos queda ganancia», dice Claudia Rojas.

Castaño señala que es necesario mejorar la distribución comercial, el transporte y servicios básicos como electricidad y agua.

Pero APPSA se ha convertido en un interlocutor más fuerte para plantear sus demandas a las autoridades.

Con un fondo rotatorio de unos 21.000 dólares para esta y otras comunidades, APPSA puede comprar alimentos para el ganado y otorgar microcréditos para alambrado de corrales y construcción de aljibes, entre otras necesidades.

El fondo rotatorio se financia a través del Programa de Desarrollo de Áreas Rurales de UCAR, que tiene alcance nacional y se destina a «contribuir a la cohesión social y productiva» de los campesinos, con énfasis en las economías regionales.

Las asociadas de APPSA sueñan con computadoras «para tener un registro de todo» porque los «papelitos a veces se traspapelan», señala Leguizamón.

Los ingresos de cada familia comienzan a mejorar. Se emplean en comida, ropa o motocicletas, el medio de transporte por excelencia en esta región de caminos a veces intransitables.

«Estamos viendo que jóvenes que se van como golondrinas se queden aquí a trabajar con los frutos del monte. ¿Para qué van a trabajar otras tierras, pudiendo aprovechar lo que tenemos aquí?», cuestiona Farías.

Se estima que 75 por ciento de la superficie argentina es tierra seca y 40 por ciento de esa área ya manifiesta síntomas de desertificación.

El gobierno quiere extender el proyecto a otras regiones con algarrobo autóctono.

En San Gerónimo, situado en el vecino departamento de Loreto, se replica una experiencia similar.

Teolinda Coronel, su hija, su sobrina y una nieta se van al monte a cosechar vainas de algarroba a las 6.30 de la mañana.

«Traemos el termo, tomamos mate y volvemos al mediodía. Para esa hora cada una ha juntado 35 kilos o más», explica. La cosecha recomienza a las cinco de la tarde, cuando baja el sol lacerante.

Ella espera que los hijos vuelvan. Con lo que ganan como golondrinas «no pueden ni pagar sus cuentas». Y con las vainas han podido comprar ropa, zapatos o ayudar a sus madres.

El recorrido por las zonas donde la vaina de algarroba se ha vuelto oro termina en una mesa con alfajores, budines y bizcochuelos, acompañados de la bebida aloja y del dulce arrope de chañar, otro árbol leguminoso de la zona.

Estos frutos traen también ganancias que no se anotan en los cuadernos.

«Antes estaba en casa estresada pensando cómo hacer unas moneditas y ahora vienen a mi casa a comprar mis productos, conozco otros lugares, otras personas», cuenta Graciela Ardiles, productora de la localidad de Arraga, que antes trabajaba limpiando casas ajenas.

«Ahora tengo mi carrera laboral independiente. Y mis hijos podrán estudiar, como yo no pude», remata.

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