En noviembre de 2002, cuando el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP) se alzó con la victoria en las elecciones generales celebradas en Turquía, la opinión pública del país otomano acogió la noticia con un gran y muy sincero suspiro de alivio.
Durante décadas, el país había sobrevivido al vacío político, a las crisis generadas por frágiles pactos de Gobierno, que solían alimentar la inestabilidad institucional. La corrupción y la ineficacia eran el común denominador del juego de la alternancia en el poder. Después de muchos y estériles “lavados de cara”, los políticos tradicionales optaron por tirar la toalla.
El beneficiario de esta claudicación forzosa fue el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), agrupación de corte islámico renombrada por su transparencia y honradez. Sus líderes, Recep Tayyep Erdogan y Abdalá Gül, defensores a ultranza de la remusulmanización de Turquía e islamización de la diáspora, abogaban por un país musulmán más afín a los conceptos básicos del Islam. Una opción ésta diametralmente opuesta al estado laico creado en 1923 por Mustafá Kemal Atatürk.
¿Islamismo contra kemalismo? ¿Tradicionalismo contra modernidad? Estos fueron, desde marzo de 2003, los grandes interrogantes que se plantearon los politólogos occidentales, acostumbrados al estereotipo “Turquía – país musulmán laico”.
Durante los once años de gobierno del AKP, el país otomano experimentó numerosos cambios. Los occidentales recordarán el apasionado debate sobre la utilización del pañuelo islámico en los lugares públicos, la limitación del papel desempeñado por las fuerzas armadas en la vida política, la modificación de la Carta Magna, la modernización de la normativa legal y la introducción de una serie de medidas destinadas a facilitar la integración de las minorías (kurda o cristiana) en la sociedad. Y, como no, la negativa del Parlamento de Ankara de autorizar el tránsito de tropas estadounidenses por territorio turco durante la guerra de Irak. Unas medidas controvertidas o mal comprendidas por los políticos del “primer mundo”, persuadidos de la validez universal de sus valores.
Pero Turquía es diferente; siempre lo fue, siempre lo será. Ese puente entre Oriente y Occidente comparte los hábitos de los suníes de Bagdad o los chiíes de Teherán, de los alawitas de Latakia o los mazdeístas del Mar Caspio. Europa, la vieja Europa, es una quimera: la fantasía de un ilustre general otomano, Mustafá Kemal, nacido en la cosmopolita Salónica, baluarte heleno situado en los confines de dos mundos: el Islam y la cristiandad.
Para los detractores de la integración de Turquía en la Unión Europea, el país otomano es un cuerpo extraño que jamás podrá adquirir cartas de naturaleza en el club cristiano de Bruselas. Coartadas: varias y muy diferentes, según la ideología de los críticos.
Y si a las razones antes mencionadas se suma la tentación autoritaria del primer ministro Erdogan, la represión de las manifestaciones del parque de Gezi o la detención de periodistas no conformistas, se llega fácilmente a la conclusión de que Europa puede y debe –según los etnocentristas – exigir más cambios políticos y sociales.
A finales de diciembre, un nuevo escándalo estalló en Turquía. Se trata, esta vez, de un “affaire” de corrupción que afecta al Ejecutivo. Las unidades especiales de la policía y los servicios secretos acusaron a los familiares de cuatro miembros del Gabinete de aceptar sobornos, hacer transferencias ilegales de dinero a Irán, manipular las licitaciones públicas, conceder permisos de obras ilegales. El escándalo desembocó en la destitución fulminante de los titulares de Interior, Economía, Medio Ambiente y Urbanismo.
Erdogan no dudó en culpar a las potencias extranjeras de practicar un juego sucio destinado ante todo a… desprestigiar a Turquía. Acto seguido, varios centenares de policías fueron relevados de sus puestos. Tampoco se libraron los magistrados que habían ordenado investigar a los corruptos.
¿Juego sucio? Ficticia o real, la acusación del primer ministro turco pone de manifiesto la existencia de un nuevo estado de cosas: lejos quedan los tiempos de la transparencia y la honradez. Erdogan debería recordar la máxima: El poder corrompe. Lo que ha trascendido es sólo la punta visible del iceberg. Aparentemente, el malestar es mucho más profundo. Hay quién estima que se trata, en realidad, de una guerra oculta entre el jefe del Ejecutivo y el clérigo islamista Fetulá Gülen, fundador de Hizmet (El Servicio), una extraña cofradía secreta que cuenta con numerosos seguidores en el mundo musulmán. Se cree que las últimas medidas adoptadas por el Gabinete Erdogan, cierre de algunos colegios regentados por El Servicio, que suponían una importante fuente de financiación para el movimiento de Gülen, provocaron el incendio. Un incendio que los bomberos de Ankara difícilmente podrán apagar.