Hace algo menos de tres años, coincidiendo con el bicentenario de la muerte de Jovellanos, la televisión local de Navia emitió una pequeña representación teatral sobre el desembarco y muerte de nuestra más descollante figura de la Ilustración en la localidad naviega de Puerto de Vega.
La arribada se produjo porque la singladura entre Gijón y Ribadeo no fue posible a causa del temporal marítimo, que convirtió un viaje de horas en ocho días de temeraria navegación en medio de una prolongada galerna.
El entremés glosaba de modo divulgativo el pensamiento de Jovellanos, cuya búsqueda de un porvenir alternativo para España, que rebasara los estrechos límites del oscurantismo más reaccionario y no se intrincara tampoco en las corrientes revolucionarias, le deparó presidio en la isla de Mallorca y adversidades de toda guisa. También se ganó la animadversión del francés invasor, pues no quiso ser ministro del rey José Bonaparte. Huyendo precisamente de los franceses, que habían ocupado Gijón en 1811, salió Jovellanos de su querida ciudad natal en un quechamarín vizcaíno – el Volante- , con el afán soñado de llegar desde Ribadeo a Inglaterra, país al que quiso tener por segunda patria por admirar su modelo político y contar allí con la amistad de su muy apreciado lord Holland.
Coincidiendo precisamente con las continuadas jornadas de temporal que se vivieron días atrás en el litoral asturiano, leí con delectación la interesante novela de Juan Pedro Aparicio recién publicada, que recrea esa azarosa travesía y aproxima con certero trazo literario la personalidad humana e intelectual del patricio gijonés, sobre la que hay tantas lagunas. Tal como señala el autor, poco se sabe de sus relaciones amorosas; nada, de las causas de su encarcelamiento por órdenes del todopoderoso Manuel Godoy, y muy poco acerca del envenenamiento que sufrió siendo ministro de Gracia y Justicia de Carlos IV.
En ese sentido, Nuestros hijos volarán con el siglo* -título del libro- solo nos va a permitir el conocimiento de las querencias sentimentales que evoca en Jovellanos el recuerdo de la jovencísima Ramona, paseando los dos por las riberas del Bernesga mientras hablan de la Utopía de Tomás Moro, pero sí contribuirá a ver reflejados durante la travesía del Volante los sentimientos e idearios, miserias y avatares que conformaban la España de su tiempo, tan agitada como la mar sobre la que navegan los personajes y cuya furia podría acabar con su naufragio. Los refugiados viven en el letargo de una noche sin mañana, que para su protagonista es en cierto modo una semblanza de su país. En medio de esa zozobra, anciano y enfermo, Jovellanos trata de consolarse con la memoria de su instituto gijonés: “¡Oh Dios! –reflexiona entre la razón y el delirio que le ocasiona la fiebre-, si al menos fuera a quedar como símbolo de lo que había querido para los españoles: sustituir el adoctrinamiento por la instrucción y así mejorar la vida de mis conciudadanos”.
La novela del escritor leonés llena de jugoso contenido aquel último viaje de Jovellanos y cuanto se describe y expresa en ella se ciñe con eficaz verosimilitud a los soliloquios y conversaciones que pudo haber mantenido en ese tormentoso tránsito, equivalentes a los que años después tendrían otros exiliados en similares circunstancias y hasta bien entrado el siglo XX. El libro concluye con una segunda parte, mucho más breve, en la que Aparicio sitúa una corta trama contemporánea, con la que quiere mostrar –según el propio autor- el ambiente intelectual, libre y abierto -tan distante del que dejaba atrás en su viaje-, que esperaba a Jovellanos de haber llegado a Londres y contactado con su buen amigo Holland, cuya más axiomática crítica sobre España había sido afirmar que nuestro país no había sabido modernizarse.
“Lo que importa de Jovellanos hoy -dice el personaje que en esa segunda parte está investigando en su vida para redactar el libro sobre el último viaje del polígrafo gijonés-, para desgracia de los españoles, es que muchos de los objetivos por los que él luchó apenas se han conseguido o se han conseguido de muy torcida manera. Muchos de esos estorbos, que obstaculizaban nuestro desarrollo político y económico, ahí siguen casi intactos.” Entre otros -cómo no-, los de esa galernas o borrascas de adoctrinamiento que siguen haciendo procelosa la mar que lleva al puerto de la instrucción. La mar de Jovellanos.
*Editorial Salto de Página, 2013