A lo largo de nuestro camino nos cruzamos con gente que va saltando los riachuelos de blanco en blanco para leer las entrelíneas de nuestros signos vitales, textualmente hablando.
Cabalgan instrumentos cordados o danzan sobre pentagramas buscando un buen viento para elevar el volantín de la fantasía. Van empujando el carrito de la basura donde depositan los desperdicios que tiran las mentes pervertidas o corazones desalmados para que nuestros pies no se hieran al andar y, así, no contraigamos el tétanos de la maldad que nos asfixiaría.
Es gente que nos tatúa figuras, palabras, signos en tinta negra o multicolor donde se lee, al fondo de la imagen, “sincera amistad”.
El momento de la impresión lastima: nos duele lo que nos importa. Mientras más extendido es el dibujo más nos afecta. Hay lugares, o ciertos momentos, en los que nuestro cuerpo y espíritu están más sensibles; si alguien nos toca allí, en ese instante, probablemente lo sentiremos más. Esa será la más apreciada de todas las rúbricas que portaremos.
Hay amistades que deciden alejarse. Se despiden personalmente y se marchan aunque, en su mayoría, quienes se distancian se pierden en la niebla de las confusiones existenciales o desaparecen de nuestra vista al doblar alguna esquina. Con el tiempo, el tatuaje que nos dejaron ya no nos dice nada y lo borramos con el láser del olvido.
Existen personas a quienes les inquieta vernos los tatuajes con los que nuestras amistades han convertido en arte nuestra piel. Es gente que nunca se atrevió a tatuarnos o quien, cuando se desnuda, ve su cuerpo sin marca alguna.