Pareciera que Guatemala tiene sobre sí una nube de adversidades que lo persiguen, ya sea por hechos provocados por los seres humanos, como el reciente caso del fraude aduanero que ha mantenido el interés nacional e internacional, así como los fenómenos naturales que provocan desastres sociales.
Son conmovedoras las escenas de la tragedia del asentamiento Cambray II; familias completas que perdieron la vida, padres buscando a su descendencia; esposos escarbando la tierra, desafiando a la naturaleza y sacando fuerzas de la esperanza que tienen de encontrar a su esposa e hijos; ataúdes blancos con las pequeñas víctimas. Y esto no es la excepción, ya ha ocurrido en otros lugares, pues en el país más de 500 mil personas están habitando en terrenos no aptos para vivienda.
Y empieza de nuevo un debate que ha sido interminable, tanto en relación con la deficiencia en los planes de urbanización, el déficit habitacional que asciende a un millón seiscientos mil viviendas, la falta de políticas públicas para mitigar el deterioro del medioambiente, la delimitación de responsabilidades públicas y privadas, tanto administrativas como penales y, sobre todo, la no repetición de tragedias.
Venimos arrastrando una deuda social con las víctimas de estos fenómenos naturales, muchas de las cuales no recibieron la ayuda prometida ni la atención debida. Los dos terremotos ocurridos en San Marcos son una muestra de la irresponsabilidad de los entes encargados.
La tragedia ocurrida puso de nuevo en la agenda pública un asunto de alto interés para Guatemala, el cuarto país más vulnerable del mundo, en términos de afectación hacia el cambio climático, a deslizamientos y acumulación de flujos en terrenos habitados. Vivimos en un volcán con una permanente amenaza de erupción.
Los especialistas en la materia han dado permanentemente la voz de alarma, pero como tenemos una acumulación de problemas, nunca se toman las decisiones que de una vez por todas eviten estos dramas, que lamentablemente, dada la coyuntura política, es seguro que en unas semanas ya no serán noticia.
Cuando ocurren estas, las autoridades dan explicaciones, aseguran que alertaron con tiempo sobre el peligro y afirman que el problema es que las personas no tienen otro lugar a donde ir, lo que es cierto.
Las municipalidades deberían acatar las normas que prescriben, que no se deben facilitar servicios públicos a las personas que viven en sitios peligrosos, pues eso favorece su permanencia en los mismos y, con ello, potencian los riesgos. Estas decisiones son difíciles de tomar, pero es cosa de vida o muerte.
Hay por lo menos 497 asentamientos, 232 en el departamento de Guatemala. Esta situación no requiere de paliativos, sino de soluciones que se adopten con decisión y firmeza. El problema debe ser abordado con políticas públicas, diseñadas por expertos y ejecutadas con disciplina por los responsables.