The Assassin is like some stereotypical beauty – gorgeous, but frustratingly incapable of prolonged conversation. “The Assassin es como esas bellezas estereotipadas: magníficas pero desesperadamente incapaces de mantener una conversación prolongada”
(Kate Taylor, Globe and Mail).
Premio al mejor director –Hou Hsiao-Hsien, veterano realizador taiwanés- en el Festival de Cannes 2015, The Assassin (la asesina) es una de esas hermosas historias incomprensibles que con frecuencia nos ofrece lo mejor del arte oriental.
Tan filosófica como elíptica, The Assassin es sobre todo unos paisajes grandiosos, unos colores que explotan ante la vista del espectador, una iluminación grandiosa, una fotografía perfecta, unos encuadres irrepetibles en los que hasta las nubes parecen formar parte del atrezzo, de tan perfectas; unos personajes imposibles de retener, aunque impresionantes en sus largos abrigos de pesadas sedas, sus complejos peinados y su incapacidad para pronunciar dos frases seguidas. Y, dicho lo anterior, me pregunto si estoy hablando de una película o de casi dos horas de descarga estética: tanta belleza casi imposible de aguantar soportada por un argumento que, a la postre, importa poco.
China, siglo IX. Nie Yinniang, una silueta vestida completamente de negro atraviesa los paisajes de una China grandiosa y regresa junto a su familia tras pasar varios años en otro territorio del imperio, en manos de una monja que se ha encargado de su educación y le ha iniciado en las artes marciales, y que se despide tras encomendarle el asesinato de los personajes corruptos de la provincia de Weibo, y en particular el de su primo Tian Ji’an, con quien debió casarse tiempo atrás, convertido ahora en un tirano gobernador, enfrentado al Emperador. Como en las grandes tragedias románticas, Nie Yinnian la vengadora pasará por una crisis de conciencia y tendrá que optar por sacrificar al hombre que ha amado siempre, o abandonar la orden de los Asesinos.
Este es, en síntesis, un resumen de la historia tal y como nos la cuentan en las hojas de promoción de la película. Porque la verdad es que sin apenas diálogos, ni tampoco música –tan solo algunos ruidos repetitivos y un par de interpretaciones en una suerte de clave-, llena de esos interminables silencios tan característicos de las artes escénicas del extremo oriente, yo hablaría más bien de casi dos horas frente a una pantalla donde se sucede una interminable y lenta puesta en escena, en ocasiones más teatral y en otras más parecida a los cuadros de una exposición. Admirable en su belleza, pero fría e incapaz de provocar otro tipo de sensaciones o sentimientos.
Imágenes de nieblas sobre las que aparecen los picos de las montañas, partículas de polvo que parecen danzar sobre un rayo de sol, negras cabelleras relucientes, sedas de todos los colores del rojo, un par de duelos a cuchillo de excelente coreografía, en un bosque de hojas plateadas; estampas familiares de la mujer y los hijos del gobernador, más parecidas a poses para fotografías del carné de familia numerosa; secuencias del emperador recostado en un diván y los hombres de su corte en postura rígida alrededor, semejantes a las bacanales romanas; juguetonas concubinas corriendo por los pasillos o preparando el baño de la esposa, “la cámara de Hou Hsiao-Hsein es un pincel, a veces un cuchillo. Acaricia y corta” (Télérama)…
Una complicada trama que nos introduce en la China del siglo IX -la de la dinastía Tang, cuando el imperio vivía una época de prosperidad amenazada por la disidencia que cobraba cuerpo- marcada por la obediencia del código del guerrero (que ya conocemos de anteriores producciones de la China más antigua y profunda-) y en primer plano no un héroe sino una heroína, la mujer de negro, justiciera solitaria cuyo árbol genealógico es imposible de reconocer en el cruce de personajes que al parecer han decidido sobre su destino, que recorre los escenarios a la caza de su víctima designada, pasando junto a una serie de historias de intrigas de corte poco interesantes, y en cualquier caso nada explicadas.
Y -¿quién sabe?- quizá también algo de censura en lo tocante a las cuestiones sexuales –como ha apuntado algún crítico estadounidense- voluntariamente ignoradas por el realizador al tratarse de una coproducción entre Taiwan y China (dos países, a pesar de que el régimen comunista sigue negándose a reconocer que la isla se llama República de China), y entrevistas en la escena de la concubina con la cabeza reclinada en el hombro de su amante, o representadas por las dos piezas gemelas de jade que una princesa –a la que hemos perdido la pista a lo largo de la película- puso en manos de la asesina y su primo cuando eran niños. Solo insinuaciones y metáforas.