Desde el inicio de 2016 el tema de los trabajadores, sus organizaciones y sus derechos, así como los excesos y perversiones de algunos sindicalistas y de quienes han aceptado las condiciones de pactos de trabajo que hoy están cuestionados, ha estado en agenda pública de Guatemala.
La estrategia de la UNE, expresada a través de decisiones del presidente del Congreso, incluyó sacar a luz las cantidades exorbitantes que, en concepto de salarios, reciben los trabajadores, gracias a negociaciones que “ponen en duda” la legitimidad de las organizaciones sindicales. Al parecer, esto también le ha traído algunas consecuencias al presidente del Legislativo, incluyendo las de su propio partido, por las revelaciones sobre plazas fantasmas, pues se dice que ellos también han incurrido en esa ilegalidad.
Ha sido tal la magnitud del impacto de las denuncias que la Procuraduría General de la Nación inició la revisión de varios pactos colectivos cuyas condiciones tienen indignados a algunos ciudadanos.
Los sindicatos en Guatemala padecieron el asesinato de muchos de sus dirigentes, especialmente de la empresa privada, donde dichas organizaciones fueron desapareciendo, producto de las políticas represivas en contra de sus líderes.
Sobrevivieron casi solo los sindicatos del Estado, cuya existencia es cuestionada por algunos expertos, dado que no es lo mismo un empleador privado, cuyo objetivo es la generación de ganancia, que el sector público, que lo que busca es la prestación de servicios. Esto no riñe con el legítimo derecho que tiene la fuerza laboral de luchar por sus derechos, pero hay que tener conciencia de lo que significa una huelga o un paro en un hospital, en la fuerza policial o en la educación. También se ha argumentado que cuando se otorgan beneficios de manera discriminatoria se rompe con la necesaria igualdad de las condiciones de trabajo.
Es injusto que ahora sólo se señale a los sindicalistas y quede minimizada la actitud y la responsabilidad de quienes, desde puestos de poder, discutieron, aprobaron y hasta fomentaron condiciones excesivas laborales que rebasan la capacidad del Estado y que no son acorde con las atribuciones de los beneficiados, tal el caso de los salarios que los presidentes del Congreso aceptaron para trabajadores de servicios o de los que aprobaron vacaciones, bonos o prestaciones excesivas.
Ante estos abusos se ha ido creando un estado de opinión que ha satanizado al sindicalismo, ha provocado un repudio social hacia algunos trabajadores que gozan de privilegios. Pero el sindicalismo es necesario para defender los derechos de los trabajadores, tal el caso de la oposición a los salarios diferenciados, tan vehementemente defendidos por empresarios y por el expresidente Maldonado, los cuales supuestamente ya estaban finiquitados y, sin embargo, dos nuevos ministerios le están “buscando la vuelta” para imponerlos.
El punto es que los excesos no descalifican la legitimidad y necesidad del sindicalismo. Sin organización los gremios no pueden promover y defender sus derechos e impulsar sus intereses. Una prueba es la presión empresarial para aprobar la Ley Emergente para la Conservación del Empleo, mediante la cual lograron hasta sacrificar los intereses fiscales del Estado, para promover sus inversiones.
Tanto las prestaciones exageradas otorgadas a algunos trabajadores públicos, como la exoneración de impuestos para determinadas actividades productivas, afectan los intereses del Estado. Pero eso no puede llevarnos a descalificar a los sindicatos, ni a vilipendiar a las cámaras empresariales. Ambas son necesarias en una democracia.
Esto no significa que justifiquemos esas conductas egoístas, anti Estado, que son reprochables y deberían desaparecer. La prevalencia del bien común, por encima de los intereses sectoriales, es la solución.