Sinatra canta con un cigarrillo en una mano y nuestra vida en la otra, como si eso que esparce en el aire fuera una voz de hombre en lugar de la llama eterna que ilumina las noches humanas desde aquellos tiempos lunáticos.
Sinatra suena a hoguera ensimismada, a la recia desesperación de una herida hermosa, suena en el interior de las alcobas como si sus melodías de nieve nos llegaran desde un templo donde bailar hasta el final de los días, hasta el triunfo de la oscuridad. Francis Albert Sinatra, permanecemos atentos a tu suave inquietud de enorme animal muerto.
Pareciera que el mundo se fuera a acabar tal y como lo conocemos tras cada silencio de su piano, hay un instante roto de tabaco y preludios una y otra vez, mudo, poderosamente inmune; suave es el derroche de eternidad, amargo el aplauso, sabedor de la irrepetible huella y su quietud como un amanecer; todo es noche y es una tenue luz azul salpicada de los dedos invisibles del músico, de su espíritu alado, de un ritmo plausible, sin infancia, al borde de ser gastado en la bondad de lo que le queda al día para terminar de ser un día supremo, el primero del porvenir amueblado por la música de Bill Evans, la música roja de Bill Evans.
De los pianos brotan juegos malabares inéditos del azufre amable que sufre por nuestro bien, gloriosos sonidos de ciudades en llamas, ávidos del ámbar como lagos, como satélites dolorosos con los que amar y ser amados, señor George Gershwin de la elegante rabia azul, te ruego que no dimitas y prosigas desde tus notas de huracanes y hierba, de asfalto y cristal, amparando este vendaval donde seguimos escuchando el ritmo que nos rige en estos salones para ser baile y pereza.
Estos tres párrafos son también tres poemas. Hoy no.