Los años me han llevado al convencimiento, aunque, como en todo, puedo estar equivocado, de que los amores son variados, distintos, con perspectivas y consideraciones que nos hacen hablar de lo mismo, pero de diferente manera, y hasta en ocasiones nos referimos a conceptos dispares por la propia apreciación que cada cual hace de la estimación.
Las ponderaciones y valoraciones son variopintas (cada uno es cada uno, que decía el artista), y eso nos lleva a contemplar los cariños como estructuras no siempre coincidentes. La vida, en su sencillez, alberga percepciones complejas. Lo que es más llamativo es que sea así con lo común, con lo que habría de ser un universal.
Hay gentes que conocemos de toda la vida y que toda la vida nos ofrecen una cara que no siempre responde a nuestro entendimiento. Imagino que, cuando eso ocurre, no las queremos como son, porque las deseamos ver de otro modo, esto es, no como son realmente.
La existencia es un intento de ir casando lo que aparece en ella, lo que nos regala, lo que tenemos, lo que se nos presta, lo que es… Nuestro corazón y también nuestro intelecto nos conducen por interpretaciones y análisis que no comprenden en absoluto los amores de la misma guisa.
Estoy seguro de que anhelamos más de lo que confesamos de palabra y con hechos. Lo que nos acontece es que nos enredamos en pequeñas texturas que no siempre nos impulsan. Más bien al contrario: nos paran. Hay mucho miedo, demasiada inseguridad, para contextualizarnos.
El motor que nos transporta tiene que ver con la felicidad, que es fruto del amor genuino. Cuando decimos que queremos y que no somos dichosos, algo pasa: o no amamos tanto, o estimamos mal. El cariño trae el equilibrio y la motivación suficientes para alcanzar la alegría. La ilusión precisa un ímpetu verdadero. Cuando no nos mostramos optimistas es porque nos hemos fallado en la apreciación o en la voluntad de mejoría.
En este momento, en este mundo de bienes terrenales que contentan las llamadas necesidades básicas, es sorprendente que no seamos capaces de entregarnos con más energía y con resultados más provechosos. La balanza ha de tener otras medidas. Lo interesante no es poseer sino ser. El verdadero problema no es enunciar esto: hay que empaparnos de ello.
El dar multiplica
Debemos pensar, porque es verdad, que el otorgar nos hace multiplicarnos. El que da, antes o después, recibe mucho más de lo que ha entregado. A todo ello hay que añadir la certeza de que somos más felices desde la solidaridad que guardando, fundamentalmente cuando reservamos lo que no vamos a disfrutar, lo que no empleamos.
Una de las tareas cotidianas que hemos de emprender ha de ser la búsqueda del itinerario para afrontar la realidad del otro, de los demás, en la consideración de ser nosotros mismos, de poder estar, de ganar la partida del conjunto, en la mesura global, respetando los derechos de cada uno. Definamos, pues, el amor con peculiaridades buenas, límpidas, en pos de un engranaje lo más perfecto posible. Conocernos es, más que una obligación, una necesidad para aparecer despiertos ante los aconteceres diarios y, así, poder reaccionar bien, es decir, de la mejor manera.
Cuando no aprendemos quiénes somos, por qué estamos aquí e incluso el para qué, solemos darnos sorpresas por confianzas erróneas en el prójimo, e incluso por una fe ciega en cuanto somos en relación a los demás (a menudo nos sobrevaloramos). El equilibrio, como en casi todo, nos oferta ganancias.