Escribí recientemente sobre los recuerdos. Caigo ahora en la cuenta de que una vez leí en un fabuloso libro de Emilio Gavilanes (si es suyo sólo puede ser fabuloso) que Svetlana Alexiévich había escrito aquello de que «recordar es, sobre todo, un acto creativo. Al relatar, la gente crea, redacta, su vida»… No lo dije en mi texto dedicado a lo que recordamos. No lo recordaba.
¿Y olvidar, olvidar qué es exactamente? A olvidar también se aprende. Empiezo por ahí.
El humo de todas las cosas danza inquieto en el espacio, es transcurso y es indolencia, suele ingresar en los hogares y habita mudo los senderos, algunos sueños, los árboles, se escabulle silencioso como un león herido por su propia codicia, o asoma su evanescencia entre las sábanas tendidas al sol de una tarde estival, nos advierte del futuro pero nosotros únicamente sabemos de su hipnosis y del olor a mar abandonado con el que es el olvido.
Hay una disciplina, un oficio, que se dedica a ayudarnos a que no olvidemos el pasado (si queremos recordarlo, o, mejor, conocerlo, porque también hay que saber refugiar el olvido): para que no los olvidéis, para que sepáis lo que pasó, para que no dejéis un metro a la mentira, para que la memoria sea Historia y no sólo memoria y fracaso, para que las muertes sean vidas, para que el pasado sea eso, pasado, un pasado siempre presente en su distancia, para que el dolor les llegue a los chiflados, para que los chiflados se sepan bárbaros, para que la verdad se lea en la sangre, para que descansen en paz a todas las víctimas de aquel infierno, a sus padres y a sus hijos y a sus madres y a sus esposos y a sus esposas, a todos los que murieron un poco con ellos, a todos los que nos enseñan y aprenden: vosotros los ya muertos no fuisteis a parar al vacío, no os esconderemos jamás, sólo quería que lo supierais. (Vivo en un país donde hubo que recordar el olvido, se pudo y se tuvo, se perdió el futuro y el olvido.)
Existe un instante en el que ya del sueño sólo queda el olvido que somos.
¿Qué nos queda cada vez que se nos olvidan los sueños, cada vez que nos inventamos aquellos días que no fueron para tanto, aquellos días donde simplemente uno crecía sobre las experimentadas espaldas de gigantes?
El olvido lo abandona todo donde no habría existido. Lo deja allí, hundido en una miseria catastrófica, ausente. Un absoluto que se amuebla en ese lugar donde el olvido posa cuanto recuerda como si jamás hubiera tenido lugar. Un lugar sin lugar a dudas.
¿De dónde obtiene soplo para respirar el olvido? ¿Quién lo abastece de recuerdos que nunca lo fueron? ¿Para qué sirve olvidar? ¿De qué nos vale la existencia?
Solamente en las canciones nos olvidamos de vivir y dejamos a los habría morirse felizmente.
Olvidar cada olvido: prometámonos olvidar la memoria una sola espléndida mañana de luz. (No olvidemos que la memoria es un monstruo, tú olvidas, ella jamás…) Los libros aprenden rápido, nos lanzan sus mentiras y sus verdades a medias sobre nuestros ojos empapados del ágil vértigo de las neuronas, y cuando nos saben entregados se cierran lentamente para acomodarse en las hogueras del olvido.
Porque, a pesar de todo, en el futuro seguirá habiendo pasado, y en este presente sin espejos olvidaremos todo lo que vendrá después. Hemos visto nuestro futuro y lo hemos olvidado. Somos todo lo que queda de nosotros entre el olvido y la muerte.
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