Chile: esperanza en una nueva Constitución que supere el fracaso del neoliberalismo

«En Chile las instituciones funcionan». El presidente socialdemócrata Ricardo Lagos recurría permanentemente a esta frase durante su mandato (2000-2006), en una invocación que tenía lecturas duales, ya que si bien podía ser un elogio a la moderada transición dirigida por los partidos de la Concertación por la Democracia, era también un implícito reconocimiento a la fortaleza de la institucionalidad heredada de la dictadura cívico-militar que encabezó Augusto Pinochet entre 1973 y 1990, analiza Gustavo González¹ para IPS desde Santiago.

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La población se lanzó a las calles la noche del 25 de octubre, en Santiago y otras ciudades de Chile, para festejar la aplastante aprobación de redactar una nueva Constitución. © Renato Pizarro IPS/Flickr

Las confusiones que provocaban este tipo de frases quedaron abolidas, al menos desde el punto de vista de la ciudadanía, con el contundente triunfo del voto «Apruebo» en el plebiscito del domingo 25, que implica derogar la Constitución dictatorial de 1980 y redactar una nueva a través de constituyentes que serán electos por el voto popular en unos comicios convocados para abril del año próximo.

Como suele ocurrir, los viejos políticos y los partidos del establishment, los empresarios e incluso el derechista presidente Sebastián Piñera, intentaron adueñarse de este 76 por ciento de repudio a estos cuarenta años de un ordenamiento nacido de la represión y proclamaron que ahora corresponde un pasaje ordenado y moderado a la siguiente etapa, sin rupturas radicales con estas tres últimas décadas de gobiernos constitucionales.

La gran incógnita que se instala ahora en Chile es si estas fuerzas tradicionales lograrán una influencia determinante en la Convención Constitucional o si los movimientos sociales y las fuerzas políticas de la renovación, verdaderas gestoras del fin de la institucionalidad pinochetista, podrán alcanzar una hegemonía que se traduzca en una constitución realmente democrática que signifique la superación del neoliberalismo.

Porque ahí radica lo más esencial de la batalla constituyente. Las aspiraciones de que Chile se consolide como un Estado democrático de derechos sociales, plurinacional y pluricultural, con reconocimiento de sus pueblos originarios, de igualdad de géneros, con plena vigencia de los derechos humanos en su más amplias acepciones, resulta imposible con las preceptivas neoliberales del Estado subsidiario y de las instituciones que lo sustentan.

El estallido o rebelión social que comenzó hace un año con niñas y niños que en sus uniformes escolares saltaban los torniquetes del Metro para evadir las alzas en las tarifas, fue la chispa que encendió la pradera para desatar el proceso que impuso el plebiscito constitucional contra la voluntad de una clase política y empresarial que se sentía cómoda en este país sin advertir que las instituciones ya estaban dejando de funcionar.

El propio Lagos, quien negoció durante su mandato reformas constitucionales con la entonces oposición derechista, proclamó con entusiasmo la «Constitución de 2005», gracias a la derogación de algunos enclaves autoritarios del pinochetismo como los senadores designados, la inamovilidad de los altos mandos militares, al mismo tiempo que se impuso la sujeción de las Fuerzas Armadas al poder civil y otras enmiendas que le permitieron decir que «se cierra el ciclo de la transición».

Lo cierto, aunque la historiografía oficial chilena lo desconoce, es que en gran parte esa posibilidad de cambio se debió a que Pinochet había sido despojado de su condición de «intocable» y de guardián de una «democracia protegida» cuando en 1998 fue arrestado en Londres gracias al juez español Baltazar Garzón.

También influyó el hecho de que los senadores designados, que incluían a exjefes militares, habían dejado de ser funcionales a los intereses de la derecha, que ya había consolidado una buena base electoral para mantener un virtual empate de fuerzas en el parlamento con la Concertación gracias al sistema binominal de elección de senadores y diputados, lo cual le permitía bloquear cualquier intento de cambios de las llamadas leyes constitucionales de quorum calificado de dos tercios para su reforma o derogación.

Esas leyes de quorum calificado constituyen la esencia del modelo neoliberal, con una subsidiariedad del Estado, que tiene las manos atadas para cambiar la apropiación por parte de consorcios empresariales del ahorro previsional y de las cotizaciones para la salud de los chilenos. Leyes que también favorecen la entrega de los recursos naturales y privilegian la educación privada por sobre la educación pública en todos los niveles.

Para evitar que incluso en casos de iniciativas parlamentarias se cambiara la esencia del modelo, la Constitución de 1980 impuso un Tribunal Constitucional, una especie de tercera cámara legislativa con más poder que las otras dos, ya que por sí solo puede vetar legislaciones que considere en pugna con la ley fundamental.

Todo este andamiaje venía siendo cuestionado en Chile por los movimientos sociales, aunque la clase política y los sectores empresariales lo desconocieran. Parecían sentirse protegidos por los buenos índices macroeconómicos, en un país que tiene la mayor desigualdad de ingresos de América Latina, con familias cuyo endeudamiento absorbe setenta por ciento o más de sus ingresos.

Así, Piñera declaraba a la prensa internacional una semana antes del estallido de 2019 que Chile era «un oasis» en la región.

Luis Mesina, líder del Movimiento No Más AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones), que busca terminar con el actual sistema previsional privado, enumeró hace una semana en un artículo los levantamientos de rebeldía que se han sucedido desde 2006, cuando los estudiantes secundarios mantuvieron una prolongada huelga para exigir el fin de la Ley Orgánica Constitucional de Educación.

A esto le siguieron movimientos sociales con fines ambientales contra megaproyectos energéticos y de reivindicaciones de regiones apartadas del país afectadas por el centralismo, en un curso ascendente de movilizaciones populares que tuvieron sus puntos altos en 2011 con la lucha por «una educación pública libre y gratuita», en 2017 con el propio Movimiento No Más AFP y en mayo de 2018 con la Rebelión Feminista contra el patriarcado.

El impacto de este ciclo ascendente de protestas, apenas interrumpido por la pandemia de la COVID-19, quedó de manifiesto en que el parlamento tuvo que aprobar una ley para que la Asamblea Constitucional que se elegirá en abril próximo sea absolutamente paritaria en su composición entre hombres y mujeres, en un hecho que marca un procedente mundial.

Pero también marcaron un hecho mundial, sin precedentes en la literatura médica, los 405 chilenos y chilenas que sufrieron lesiones oculares por la represión de las Fuerzas Especiales de Carabineros, una policía militarizada que ha actuado como fuerza de choque del sistema neoliberal con procedimientos violatorios de los derechos humanos advertidos por las Naciones Unidas, Amnistía Internacional y otros organismos internacionales.

Carabineros era hasta hace un par de años la institución mejor evaluada por la ciudadanía según las encuestas. Hoy se consume en el descrédito no solo por su violencia represiva sino también por la corrupción que tiene a varios generales pasados forzosamente a retiro y procesados por malversaciones y apropiación de dineros públicos.

El Ejército, otro pretendido garante de la institucionalidad y del orden, no lo ha hecho mejor y también tiene a ex altos mandos bajo proceso por gastos escandalosos para fines personales de fondos reservados del presupuesto de Defensa. Al excomandante de esta rama Juan Miguel Fuente-Alba se le conoce como «general de cuatro anillos» porque tenía a su disposición una lujosa flota de automóviles Audi.

La turbia tramitación de una Ley de Pesca en el primer gobierno de Piñera (2010-2014) y los posteriores escándalos de financiamiento ilegal de campañas, conocidos como «Caso Penta» y «Caso SQM» (por la Sociedad Química y Minera), revelaron una corrupción transversal a los partidos y varios de sus parlamentarios, con excepción del Partido Comunista y el Frente Amplio.

La Iglesia católica, otra institución valorada por su defensa de los derechos humanos bajo la dictadura, perdió también influencia en la población con el destape de episodios de pedofilia encubiertos por algunos de sus jerarcas. Durante el estallido social no tuvo ningún protagonismo.

Pese a este trasfondo de desprestigio de la política tradicional y de las llamadas instituciones fundamentales, en el plebiscito constitucional hubo una alta participación de votantes, sobre todo entre los jóvenes, movidos por un anhelo de cambios profundos que dejen atrás las camisas de fuerza del neoliberalismo.

Si esto no ocurre en las próximas fases del proceso, no es exagerado pronosticar el rebrote del estallido social.

  1. Gustavo González Rodríguez es periodista y magíster en Comunicación Política. Exdirector de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, fue también corresponsal y editor de IPS-Inter Press Service en Quito, Roma, San José de Costa Rica y Santiago de Chile.
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