Por más feliz que se sea, la vida trae desencantos de todo tipo y los años los van acumulando.
Recuerdo entre mis primeros, cuando lavé y exprimí a un patito que se enlodó en el jardín y por más que hice, no lo pude revivir; y esa vez que un precioso globo de gas se reventó, quedándome en la mano solo hulitos arrugados.
Y de ahí pa’l real, hasta llegar a la frustrante realidad de la vida diaria en la Unión Soviética, donde estuve como corresponsal dos años y unos meses; suficiente para desilusionarme de lo que se llamaba socialismo y hoy sabemos, no lo fue.
A siete renombrados escritores que se fascinaron con la Revolución de los soviets y sufrieron una profunda desilusión, se refiere José Woldenberg en su doloroso, autobiográfico y magnífico libro El Desencanto.
Y enlaza sus testimonios con sus propios cuatro desencantos, que resumen el paso del maestro Manuel por el sindicalismo universitario y la vida partidista. Indicando que la izquierda mexicana no ha hecho un corte de caja. Woldenberg escribió su libro que editó Cal y Arena, en 2009.
No había tenido oportunidad de leerlo y ahora que lo hice, quedé impactada.
Inicia en una playa de Manzanillo un luminoso mediodía de 2006, evocando lo sucedido 34 años atrás; y lo dedica a la memoria de sus amigos Salvador Chapa Galavíz, Manuel Martínez Peláez, Pablo Pascual Moncayo y Carlos Pereyra Boldrini.
Dentro de su nostalgia por lo que pudo haber sido mejor, es un texto divertido que recuerda las fiestas luego de mítines, marchas y reuniones sindicales o partidistas, donde «afloraba la pasión de la época por la novela latinoamericana, la política como llave que abriría un mundo menos desigual» y las huelgas, restaurantes y películas de entonces.
Los cine-clubs sindicales «con películas que elevaran la conciencia», como se decía, aunque el ciclo más exitoso fue uno dedicado a Tin Tan.
Las luchas para que los sindicatos evolucionaran hasta que las condiciones de trabajo no fueran opresivas ni dictadas por la autoridad sino por acuerdo entre las partes, reconociendo que, aunque hubo avances, no todo se logró.
La nula división de poderes, poca libertad de prensa, traducida entre otras cosas en que no se pudieran publicar documentos, aunque fueran pagados, si se cuestionaba fuerte al gobierno.
Pero sobre todo «las ansias por transformarlo todo, la hermandad, la indignación por las aberraciones de la vida presidían el baile, la conversación los ligues, los proyectos». A los que siguieron sus cuatro desencantos:
El Consejo Estudiantil Universitario, CEU, porque no triunfaron los acuerdos.
La salida del Partido de la Revolución Democrática, con renuncia ante su presidente Cuauhtémoc Cárdenas, por la imposibilidad de hacer debates democráticos y desacuerdo con una línea que, «más sedienta dela ruina ajena que del triunfo propio, alimentaba solo los encuentros desgastantes».
El levantamiento en armas del EZLN, que encandiló a millones de mexicanos encantados con la violencia y la guerrilla de las que Woldenberg siempre ha sido opositor, «como si de un espectáculo se tratara» y traerían «una espiral en la que la única violencia legítima, era la propia».
Y la reacción ante la derrota de López Obrador en 2006 calificando como fraudulentas, a elecciones que no lo fueron; sin que los responsables de los órganos electorales pudieran convencer de que los votos emitidos habían sido bien contados.
Los escritores desencantados citados por Pepe son: el húngaro Arthur Koestler, quien ingresó al partido Comunista Alemán en 1931, «como quien va a un manantial de agua fresca…»
Y terminó suicidándose deprimido por los procesos de Moscú, que obligaban a cualquiera a confesarse culpable de lo que fuera y «profundamente desencantado con el experimento que planteó edificar el paraíso en el mundo, para solo construir una pesadilla en la tierra».
Howard Fast, quien en 1943 se unió al Partido Comunista de Estados Unidos y diez años después recibió el Premio Stalin de la Paz, pero sacudido por las revelaciones que sobre los crímenes de Stalin hizo en 1956 Nikita Jrushov en el Veinte Congreso del PCUS, lo abandonó criticando su insensibilidad en El dios desnudo.
El francés André Gide, libretista del ballet Persémone de Igor Stravinski, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1947, comunista diez años y siempre defensor de los desfavorecidos, los derechos de las mujeres y un trato más humano a los delincuentes; desilusionado al regresar de un viaje a la URSS por la uniformidad y la sumisión que advirtió «¿Esa despersonalización puede considerarse progreso? lo dudo mucho».
El italiano Ignazio Silone, cuyo libro Salida de Emergencia escrito con el seudónimo Secondino Tranquilli, narra su desencuentro con el comunismo al que ingresó al fundarse en 1921 el Partido Comunista Italiano; del que se alejó, por «las mecánicas excluyentes y persecutorias del poder dictatorial» y la poca receptividad de personalidades como Trotsky y Lenin, a sus preocupaciones sobre libertad y democracia; «un discrepante de buena fe era para ellos, sin más, un oportunista traidor y vendido».
El inglés George Orwell «defensor de la libertad ante cualquier poder tiránico» y que en su obra 1984 habla de los tiranetas, que espían y cancelan la vida privada y desaparecen leyes.
El mexicano José Revueltas, organizador en Veracruz de campesinos y pescadores afiliados al Partido Comunista Mexicano, del que fue expulsado por sus críticas a la autoproclamada superioridad moral de los comunistas, a quienes en Los días terrenales calificó como «miembros de una pavorosa religión escalofriante».
Y Víctor Serge, hijo de emigrados rusos revolucionarios nacido en Bruselas, que entró al socialismo para transformar las injusticias al no lograrlo se volvió anarquista y cuestionó a la burocracia soviética cargada de privilegios.