El 25 de noviembre de 1970 el escritor japonés Yukio Mishima y cuatro soldados de la Sociedad del Escudo, un batallón desarmado que había fundado en 1968 para proteger la integridad del Emperador, irrumpieron en el Cuartel General del ejército en Tokio, entraron en el despacho del comandante, lo amordazaron y lo ataron a una silla.
Mishima salió al balcón para leer un manifiesto en defensa de la restauración del carácter divino del Emperador, ante el estupor de los soldados acuartelados en el centro. A continuación volvió a entrar en la oficina del comandante y se hizo el harakiri. Para completar el ritual, uno de sus soldados procedió a decapitarlo. Tenía 45 años.
Mishima sentía verdadera fascinación estética por la muerte juvenil, por eso evocó en sus obras la de los jóvenes oficiales golpistas de los años treinta que fueron aplastados por el ejército japonés y la de los kamikazes que estrellaban sus aviones contra los destructores norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial.
Admiraba a Raymond Radiguet, el autor francés de «El diablo en el cuerpo», quien murió a los veinte años. Para Mishima «la vejez es eternamente fea y la juventud eternamente bella». Comenzó a practicar el culto al cuerpo para mantener una figura atlética y juvenil y llegó a organizar exposiciones de fotografías con sus desnudos, como el del San Sebastián asaeteado, una imagen que se ha interpretado como exaltación homoerótica. Esta dedicación al cuerpo, su pasión por las armas marciales, su desdén hacia el marxismo, su retórica nacionalista y militarista y la devoción por el carácter divino del Emperador provocaron que algunos críticos lo identificaran con la extrema derecha, con la que sin embargo siempre se negó a colaborar.
Una literatura ente oriente y occidente
Junto con Yasunari Kawabata, Kenzaburo Ooé y Haruki Murakami, Mishima es el mejor representante de la literatura japonesa del siglo veinte. Convertido en un autor de culto por las especiales circunstancias de su muerte, su obra sigue siendo, a los cincuenta años de su desaparición, una de las más leídas en todo el mundo.
Cuando tenía veintiún años, Hiraoka Kimitake (el seudónimo Mishima se lo pusieron sus editores para protegerlo de las reacciones de las autoridades cuando publicó «El bosque en flor») tuvo la osadía de llamar a la puerta de uno de sus escritores más admirados, Yasunari Kawabata, para que leyese dos relatos que había escrito bajo su influencia. Kawabata no sólo elogió los escritos de Mishima sino que se convirtió en su mentor.
Además de la obra del que sería Premio Nobel en 1968, Mishima había bebido en las fuentes de la literatura europea (Tolstoi, Dostoievski, Thomas Mann, Oscar Wilde, Joyce) y sobre todo de los clásicos de su país: las historias de Gengi, el Hagakure y el teatro noh, que orientaron su obra hacia la reivindicación de los valores de la tradición japonesa.
Tras escribir sus primeras obras con historias centradas en Japón, pero en un formato europeo, y adoptar los modos de vida occidentales, a partir de los años sesenta comenzó a manifestar una estridente xenofobia hacia Occidente a causa de lo que consideraba una injerencia del consumismo, el comercio y la modernidad sensacionalista en las tradiciones de su país.
Sin embargo Mishima alardeaba de su cosmopolitismo y adoptaba con frecuencia poses mediáticas para influir en la promoción de sus obras: exhibiciones de esgrima, protagonista de películas y fotografías, cantante de jazz, intérprete de canciones vestido de marinero… y hasta llegó a informar a la prensa el día y la hora de su suicidio. Ya unos días antes había dicho en una entrevista que no tenía nada más que hacer excepto suicidarse.
El éxito literario le había llegado en 1949 con «Confesiones de una máscara», escrito bajo la influencia de la literatura europea, sobre todo de la obra de François Mauriac, al que admiraba. Se trata de un texto en el que expresa abiertamente sus emociones y sus experiencias y con el que inauguraba el género ‘Novela del yo’, tan en auge actualmente con el nombre de autoficción.
El interés por su obra que despertó «Confesiones de una máscara» hizo que emprendiese una frenética actividad creativa y publicase varios libros al año: «Sed de amor», «Los años verdes», «El color prohibido», «El rumor del oleaje»… hasta alcanzar cantidades inauditas: 48 novelas, 20 ensayos, 20 libros de relatos, 18 obras de teatro, varias películas, cientos de artículos…
Una obra en la que cultivó a la perfección la estética del lenguaje, con altibajos pero con textos de una calidad indiscutible, como «El pabellón de oro», en el que reflexiona sobre la belleza desde el punto de vista del protagonista, Mizoguchi, uno de sus su alter ego, y sobre todo la tetralogía «El mar de la fertilidad»: ‘Nieve de primavera’, ‘Caballos desbocados’, ‘El templo del alba’, ‘La corrupción de un ángel’. Fue su última obra, publicada por entregas en la revista Shincho: la última de estas entregas llegó a la editorial el mismo día de su muerte.