Francisco Andújar Cruz
El Rey está desnudo, cómo en el cuento, y mejor decirlo cuanto antes por si considera taparse las vergüenzas. Y también es un rehén del bipartidismo imperfecto, corporativo, “empesebrado” y falto de principios.
Su suerte es que no precisa recabar los votos de los ciudadanos, cada cierto tiempo, para seguir desempeñando ese papel. Los reyes, ya se sabe, lo son por la gracia de Dios.
Lo cierto es que un país en crisis, arruinado por especuladores y desaprensivos, hundido moral y socialmente, con una clase política a la greña, desprestigiada e incompetente, con unos dirigentes económicos rapaces, oportunistas e insolidarios, con un retroceso en el bienestar social que nos devuelve a niveles de más de treinta años atrás, con limitaciones persistentes de las libertades democráticas, el avance de las imposiciones ultra-religiosas, clasistas, discriminatorias y sectarias, la proliferación de los impulsos racistas, xenófobos, fascistas y los intentos de desintegración territorial, con millones de ciudadanos sufriendo directamente en sus condiciones de vida todos estos males y la falta de alternativas, la pregunta se hace inevitable: ¿Y el Rey, para que sirve en todo esto?
La respuesta es desalentadora: ¡para nada! Un simple jarrón decorativo que en su entorno ha dejado crecer una cultura cerrada, de estamento privilegiado al que todo está permitido, de aceptación sumisa del capricho y el antojo, de lo ineludible de granjearse el favor real, de la conveniencia de ser cómplice activo de “la sagrada discreción”, de sentirse ajeno a las obligaciones de responsabilidad ciudadana ante la justicia, el fisco, las normas legales y limitar a frases huecas y retóricas, de discursos por encargo, la toma de posición ante los verdaderos y muy graves problemas de todos, de los españoles y de España. El Rey reina pero no gobierna y, además, ignora.
Para rematar la faena, el grado de dependencia, brutal, que los gobiernos nacionales sufren de las decisiones que se adoptan en el espacio supranacional europeo, y que no emanan de poderes ejecutivos elegidos democráticamente. La imposición indisimulada, descarada, egoísta y prepotente, de quien tiene coyunturalmente la fuerza económica y el respaldo de los sectores capitalistas más poderosos, arrumba los intereses generales y desprecia las necesidades de los más desfavorecidos, incrementando la marginalidad y el empobrecimiento de las clases medias. Un poder legislativo de attrezzo, viciado por los intereses partitocráticos y vaciado de principios ideológicos, instalado en la componenda, la vanidad, las prebendas y poltronas, alejado hasta el infinito de las personas, pone en evidencia el anacronismo que significan la totalidad de las monarquías europeas, su inoperancia, y que el futuro no les reserva mas papel que el de adorno costumbrista tribal. Si el rechazo de la Unión Europea por insatisfacción no acaba con el proyecto, no hace falta ser un visionario para saber que, tarde o temprano, un sistema federal, republicano y presidencialista, como el modelo USA, es la única alternativa realista, lo que deja a nuestras rancias majestades, literalmente, “en pelotas”. (Así, si mandara Merkel, habría sido por su capacidad para convencer a la mayoría de ciudadanos de Europa y lograr un voto directo a su programa y a sus capacidades y, me atrevo a asegurar, eso nunca sería peor que lo de ahora.)
En España, aunque el Rey firma las leyes aprobadas por el poder legislativo, ese es un gesto formal que no le exige asumir los efectos de las mismas. En ambos casos, el Rey no puede ser responsabilizado, en forma alguna, por las consecuencias que se deriven de la aplicación del cuerpo legislativo, ni por las medidas de gobierno y administración que se vayan produciendo. Incluso la vieja potestad del “perdón real” es inexistente y la capacidad de indulto se incluye entre las atribuciones del ejecutivo.
Lo que parece común a los distintos Jefes de Estado es el papel de máxima representación del Estado, de la identidad nacional, en todos los ámbitos y una posición de autoridad sustentada en la idea de poder moderador de las diferentes fuerzas ideológicas, por neutralidad política y exclusividad referencial a la Constitución y ordenamiento jurídico. Para las monarquías todo parece reducirse a este doble papel: Representación institucional y Arbitraje para las reglas de juego democráticas. (En la práctica, el arbitraje es imposibilitado por los partidos que lo considerarían una injerencia inadmisible.)
Durante mucho tiempo estas condiciones parecían suficientes, reforzaban la fuerza de la tradición histórica y dinástica y justificaban, para muchos, considerar a los monarcas como figuras excepcionales entregadas al servicio de los ciudadanos, que ya no súbditos. En el caso de España, la percepción de que, la monarquía parlamentaria, reunía el consenso de la mayor parte de una sociedad, que no quería de ninguna manera correr riesgos de enfrentamientos radicales y cainitas, su ascendencia sobre los poderes fácticos -en especial sobre los militares y la prueba del 23F-, y la apuesta decidida por transformar la herencia franquista en una democracia avanzada e integrada en Europa, convirtieron al rey Juan Carlos I en líder carismático, providencial y acertado, con un grado de aceptación popular que relegaba los viejos anhelos republicanos a un ejercicio intelectual no reclamado de ser llevado a la práctica.
Se decía que nos habíamos vuelto “Juancarlistas” sin ser monárquicos conversos. Pero el crecimiento del joven príncipe Felipe, expuesto a la opinión pública desde la niñez, con conocimiento puntual, oportuno y detallado de su educación, de la evolución de su personalidad, de actitudes y comportamientos… ¡no nos ha salido un futuro “rey bobo”! era la conclusión generalizada sobre el sucesor -y a la vez el futuro de la monarquía-, y llegado el momento de los noviazgos y consecuencias -asegurar la perpetuidad dinástica- una prensa entregada a mezclar convenientemente lo rosa con el armiño, disculpaba las “borbonadas mujeriegas” y ponía el acento en “la discreción” como virtud. Cómo finalmente la elegida resultó ser plebeya, emancipada, profesional y todo “impulsado por el amor” sin mediar otros intereses, la aceptación abrumadoramente mayoritaria de la monarquía superó el “coyunturalismo Juancarlista” más personalista.
De pronto toda esta situación parece haberse dado la vuelta -como se le da a un calcetín-, y ahora, la aparición de los miembros de la familia real suele ser acogida con evidentes muestras de desagrado y protesta por parte del público. Abucheos, pitidos, imprecaciones e incluso insultos se prodigan, y algunos integrantes han tenido que ser apartados de los actos oficiales y de apariciones públicas. Al mismo tiempo, la reclamación de transparencia sobre la casa real, la rendición exhaustiva de cuentas y bienes, las sospechas de tratos excepcionales, permisividad y elusión de obligaciones legales generales, se extiende como una marea de proporciones no estimadas y dudoso control.
Los reduccionistas del fenómeno quieren acotarlo al comportamiento indigno, desleal y exclusivamente individual del yerno Urdangarín, y a ciertos desafortunados incidentes sufridos por el propio Juan Carlos I y que, “en condiciones normales”, jamás habrían transcendido al conocimiento público. Y en ese afán de “echar balones fuera”, las manifestaciones populares de desagrado siempre se atribuyen a la compañía: el/la ministro/a de turno, según que competente departamental deba figurar junto a los reales miembros.
Apuestan los asesores de imagen -“soplagaitas” del momento, que hace unos siglos no habrían podido ser ni bufones-, por el diseño de planificadas, intensivas, elaboradas campañas de marketing que manipulen al personal, y hagan volver el imprescindible ambiente “Sissi” que justifique sus abultados estipendios (no van a cobrar menos que Noos). Tal vez lo consigan, y que durante algún tiempo la mentirosa prevalencia de la sangre azul y los derechos de cuna subsistan y formen parte de la farándula que deslumbra a los simples, pero de lo que ya no podrán convencernos es: no haber visto la patética desnudez de un mito del pasado.
Uno de los mejores artículos que has escrito Paco. Aunque me gustaría hacerte dos apreciaciones: Un rey no es rey por voluntad divina …. sino porque sus antepasados se lo montaron divinamente (como dice un grupo musical del pais vasco) y que el papel del rey en el 23F es algo que tiene más sombras que luces (aunque al Juancar le salio de cine), no se entiende que gente de su confianza máxima dieran el golpe y él no supiera absolutamente nada. Tampoco se entiende que tardase tanto en salir a dar el famoso comunicado en contra del golpe…..¿Por que no lo hizo en el primer momento? ¿Por que estuvo incomunicado tanto tiempo?. Es muy fácil apuntarse a la guerra contra los alemanes cuando están vencidos como hicieron los italianos en la primera guerra mundial.
Gracias Félix por tu interés y por el comentario. Montárselo divinamente es conseguir que los plebeyos se crean eso del dedo de Dios ungiendo una determinada cuna, estamos de acuerdo. Y lo del 23F, sin duda obró en beneficio de Juan Carlos y su popularidad, mas allá de dudas razonables, pero no deja de ser algo efímero, muy coyuntural, y no se puede estar conjurando un golpe de estado cada dos o tres años para justificar la corona… y el sueldo.