En la trinchera

Isabel Hernández Madrigal[1]

Agazapado dentro de la trinchera, el sargento Gutiérrez abraza su fusil como si de una amante se tratara. El ruido atronador de las bombas, de las balas que pasan silbando por encima de su cabeza, los gritos de sus compañeros intentando superar el miedo, el lamento de los heridos, el polvo entrando en los ojos ennegreciéndolo todo, los cuerpos fragmentados, el olor a muerto, obligan al sargento a esconder la cabeza entre las piernas y vomitar. No es su primera guerra, pero esta vez ni su cuerpo ni su corazón parecen querer enfrentarse a nada.

Encogido en la trinchera, el sargento Gutiérrez piensa en Luisa, su mujer, en sus brazos largos y finos abrazándole, en sus ojos negros, en su cabello ondulado acariciándole la cara, en su piel suave y salada, en su olor a jazmín. Hace ya más de dos meses que no recibe ninguna carta suya. Él la escribe todas las semanas, siempre que ha estado fuera de casa ha hecho lo mismo, fue una promesa y la condición que le puso Luisa para casarse con él. Siempre ha cumplido su palabra.

El sargento Gutiérrez levanta la cabeza de entre las piernas, sujeta el fusil con su mano izquierda y dirige la derecha hacia el bolsillo izquierdo de la casaca deteniéndose unos segundos en palpar su contenido. Alguien le grita que se incorpore, que luche, que dispare. El sargento Gutiérrez carga el fusil mecánicamente. Luisa siempre había contestado a todas y cada una de sus cartas y eran ella y sus escritos quienes le recordaban que había otra vida fuera de la guerra y de las trincheras. Por ella, el sargento Gutiérrez siempre había querido volver, por más duras que fueran las condiciones que le rodearan, por más dolor observado, por más asco sentido, por más miserias vividas.

El silencio de Luisa le arrastra a un abismo oscuro del que no quiere salir. El enemigo cada vez está más cerca, casi puede sentir el temblor de la tierra producido por los tanques que avanzan hacia una victoria segura. Los soldados responden obedientes a las órdenes de los mandos y caen a su alrededor al igual que conejos en una cacería. “Se debe a sus hombres”, piensa. Sus hombres están muriendo y él es incapaz de moverse. Palpa las cartas guardadas en el bolsillo de la casaca. Una bala pasa por encima de su cabeza y se estrella en la pared opuesta de la trinchera. Gira con violencia el cuerpo, asoma ligeramente la cabeza, apoya el fusil en su hombro, apunta y dispara una, dos, tantas veces como balas tiene el fusil. Vuelve a guarecerse en el foso, tiene que cargar el fusil, actúa como un autómata, mientras el ruido de las bombas, las voces de los hombres, los cuerpos muertos, el polvo, el nauseabundo olor de la sangre y la pólvora le envuelven.

Agachado en la trinchera, apretando con fuerza el fusil contra su pecho, el sargento Gutiérrez recuerda el último día que vio a Luisa. Llegó a casa antes de lo habitual. El general les había reunido para comunicarles que todo su regimiento había sido elegido para participar en una peligrosa misión. Cada mando recibió las oportunas instrucciones. El sargento Gutiérrez se dirigió a su casa pensando en la pesadumbre que la noticia de su marcha causaría en Luisa. Era mediodía, él nunca llegaba a casa antes de la tarde. Abrió la puerta, entró en la casa, dejó su gorra color caqui en el perchero de la entrada y el sobre con las órdenes sobre el aparador del salón. Luisa parecía no estar en casa. Se acercó a la cocina, tenía hambre. Estaba buscando algo en la nevera cuando escuchó un gemido conocido procedente de su habitación. Aguzó el oído y con paso lento se acercó hasta la puerta del dormitorio. Los gemidos aumentaron. Temblando, como si estuviera haciendo algo que no debía, agarró el pomo de la puerta. Dudó si entrar, pero una opresión en el estómago y unos latidos fuertes en la sien, acabaron con sus dudas. Abrió la puerta y les vio. Salió corriendo a la calle. Corrió sin rumbo hasta la extenuación. Nunca más volvió a verla. Esa misma tarde se marchó al cuartel y salió para su misión al día siguiente.

No esperaba recibir ninguna carta de Luisa, pero él siguió fiel a su promesa. Sus cartas, sin embargo, habían tenido respuesta hasta hacía dos meses. El las había guardado todas en el bolsillo interior de la casaca. No abrió ninguna, pero recibirlas, de alguna manera le mantenía vivo.

El sargento Gutiérrez no ve ninguna salida, está atrapado en las trincheras de un país ajeno y el enemigo avanza seguro, conoce bien el terreno. Los refuerzos aéreos no llegan, no llegan tampoco los terrestres. Casi oye los pasos del enemigo acercándose hasta él, mira hacia el cielo buscando luz en medio de tanta ceguera, agarra el fusil, lo carga y se prepara para disparar. Imagina un soldado enemigo de pié en lo alto de la trinchera apuntando con su arma a su cabeza. Imagina los cuerpos mutilados por las granadas de mano, los soldados enemigos masacrándolos en esa gran fosa, excavada por ellos mismos, a la que solo queda cubrir de tierra. Piensa en Luisa y su silencio. Hace ya más de dos meses que no escribe. Sabe lo que eso significa. Un abismo negro se apodera del sargento Gutiérrez que en un último gesto lleva su mano derecha al bolsillo izquierdo de su casaca, tira el fusil, respira hondo, sale del foso y corre sin intención de esquivar las balas hacia las trincheras enemigas.

  1. Relatos de Isabel Hernández Madrigal

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2 COMENTARIOS

  1. .. el encuentro fáctico que descubre el sargento al llegar a su casa le deja roto. Él soñaba encontrar a su amada con los brazos abiertos y estrecharla contra su pecho, pero sus brazos abrazaban otro cuerpo en su lecho.
    De repente su sangre se eleva furiosa al cerebro y sin saber cómo la regala una bala en el corazón. Sale del cuarto y llora sin descanso y desolado hasta que vengan a buscarle y le lleven a un penal para pagar la pena. Se entera después que su trinchera ha sido asaltada y todos han quedado enterrados como animales.

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