Una
El muchacho pareciera estar dormido. Pero le escuchas en medio del griterío, o mejor, le ves mover los labios como si cantara las canciones que en ese momento interpreta el artista sobre el escenario. El muchacho está subido sobre una rama, abrazado a ella cuán largo es. Como si fuera él más rama que la rama de ese árbol junto a cuyo elevado y rugoso tronco tú te apoyas de vez en cuando.
Y huele a tarde de primavera en el parque del Oeste. Y a música. A concierto. A rocanrol. Huele a rocanrol. Lo sabes muy bien. El muchacho está en trance. Pareciera ser él el artista, una mezcla del artista y aquel barón indomable que decidiera jamás descender de lo alto del bosque. Rampante. El muchacho es un enamorado rampante del rocanrol. Un ángel de cuero como un susurro de hormigón en Putney Bridge.
Dos
Tus amigos han quedado para ir esta tarde de domingo a una discoteca. Tú has preferido permanecer en tu casa. Sólo. No sabes muy bien por qué, pero no importa: ahora mismo escuchas el Aladdin Sane. La cara A. Y estás poniendo en la pared el poster que llevaba dentro el álbum.
Ese HermosomarcianoBowieRayado
Azul. y Rojo. Lo estás colgando sobre uno de los muros de tu habitación. Con chinchetas. Una de ella la has tenido que golpear con el crucifijo del cuarto de tus padres. Con uno de ellos, con el que tiene una base de piedra. Menudo calvario. Conducir en sábado en el Detroit en guerra, un viaje por el tiempo sobre una hermosísima estrella, juntos otra vez en la noche que acabará por llegar, Lady Grinning Soul. Esperando nada. Quemando la vitola del puro que estás fumando. Y bebiendo coñac. Tú solo.
Qué olor a puro. Cuando vuelvan tus padres… ¡Ya está! La laca de tu madre. Ya no huele a puro. Ahora huele a la eternidad de una tarde de domingo en la que te has quedado solo en tu casa escuchando seis veces las dos caras del disco Aladdin Sane mientras la laca de tu madre quema el estilo de pesadumbre del puro que tu padre ya no se va a fumar. Y estás algo mareado. No borracho. Extasiado en medio de la nube del rocanrol juvenil que suena únicamente para ti cada vez que la aguja del tocadiscos se ajusta a los surcos negros del porvenir derretido. Cortázar está a punto de dictarte sus instrucciones para llorar. Y te ríes.
Tres
Lees las brillantes, oscuras, emocionantes, conmovedoras memorias del roquero y compruebas que él no se acuerda de ti. Que nada dice en ellas de cuando vino a tu ciudad con la gira de su banda centrada en el Tunnel of love. La única vez que le has visto en vivo. Y él no se acuerda. No recuerda que tú estuvieras allí. No recuerda que él no estuviera allí. Y, de pronto, a ti se te olvida también aquella decepción, o no, al contrario: de repente todo lo de él es aquella decepción. Un concierto larguísimo, agotador en el pleno sentido de la palabra. Un concierto alargado innecesariamente con una versión interminable de una canción que llevabas años dejándola en el rincón de las canciones agotadas.
Twist and shout no es mejor que Drive all night, no es mejor que Point blank.
Canciones enardecidas de quietud que no tuviste más remedio que coser en tu espíritu desde aquella primera vez que las escuchaste, cuando no sabías que se pudiera amar sin más motivo que el amor. Canciones que no recuerdas que él tocara aquella noche junto al río Manzanares. Canciones que has decidido que él no cantó aquella noche. Aunque tú se lo habías pedido desde que tenías dieciséis años.
Pero acabas perdonándole porque, como él mismo dice en su libro Born to run, la gente no va(mos) a los conciertos a aprender, va(mos) “a que se les recuerde algo que ya saben y que sienten en lo más hondo de sus entrañas: que cuando el mundo está en su mejor momento, cuando la vida parece colmada, es cuando uno más uno es igual a tres. Es la ecuación esencial de amor, arte, rocanrol y bandas de rocanrol. Es la razón de que el universo nunca llegue a comprenderse por entero, de que el amor siga siendo extático, desconcertante, y la prueba de que el auténtico rocanrol no morirá jamás”.