“No podemos sucumbir ante el conservadurismo, ni ante la dictadura de lo instantáneo”, afirma Vincent Peillon, ministro (francés) de Educación.
Leo la frase en Le Monde (miércoles 13 de noviembre). Acabo de ver cartelitos en las puertas y escaparates de pequeños comercios del barrio de La Bastide (de Burdeos) que dicen: “Sacrifié, mais pas résigné”. Se trata de una protesta de colectivos de trabajadores autónomos y de pequeños empresarios contra las subidas de impuestos.
En la disputa social diversa, antes llamada lucha de clases, ese tipo de gentes son –alternativamente- víctimas y defensoras del sistema. Ahora toca hacer cuentas como víctimas verdaderas: 52.000 pequeños negocios han cerrado en Francia durante el último año. Hablan de “muerte lenta” del comercio de proximidad, es decir, del pequeño comercio; de destrucción masiva de sus negocios y de los empleos correspondientes.
Pero junto a las grandes empresas y multinacionales del comercio y la distribución reclaman el fin de los aumentos “masivos” de impuestos. Y claro, también, de las cotizaciones sociales y de los salarios de sus propios empleados. Este movimiento que se hace llamar “de los sacrificados” no se pretende por ahora extremista, ni político; sencillamente, apunta al presidente Hollande (considerado dubitativo) y a su gobierno (considerado débil) como culpables del deterioro social y económico. Otro grupo, uno más, que protesta utilizando un discurso de quiebra social y económica; que muestra su miedo, quizá comprensible, a caer en el fondo del pozo de la crisis.
La Union professionnelle artisanale (UPA), que lanza esa ola de contestación “sacrificada” agrupa a más de un millón (1,3 millones) de lo que en España llaman autónomos y en Francia, con mayor ternura, “artesanos”: es decir, panaderos, fontaneros, carniceros, zapateros, etcétera. Y Francia ama y valora a sus artisans. Su movilización recuerda de manera vaga a otras anteriores, de otras épocas; pero ahora conlleva la recogida de firmas en la Red, sitio propio en Facebook y vídeos en Youtube. “Al despertarnos, ¿habrán dejado de existir la baguette fresquita y el cruasán caliente?”, se pregunta una colega en el diario conservador Le Figaro. Horrible posibilidad, yo tampoco puedo evitar la angustia.
Del poujadismo a los bonetes rojos
En Francia, el viejo “poujadisme” ya existió en los años 50 del siglo XX. Lo fundó Pierre Poujade, quien dirigía la Unión de Comerciantes y Artesanos (UDCA). Terminó convertido en una fuerza política que compitió en las elecciones, bajo inspiración ultraconservadora. Entonces, Jean-Marie Le Pen (con 27 años) se convirtió en diputado -por vez primera- en sus listas. Un temprano anti europeísmo, cuando se elaboraba el Tratado de Roma (firmado en 1957), que dio paso a la construcción europea; la inevitable protesta fiscal y un premonitorio discurso anti inmigración compusieron el fondo ideológico poujadista. El término “poujadismo” permanece en la teoría política como sinónimo de demagogia.
Según los barómetros de opinión, François Hollande y su primer ministro, Jean-Marc Ayrault, se enfrentan hoy al descontento de 3 de cada 4 franceses. Son impopulares incluso entre quienes los votaron. La prolongada ola callejera de oposición a la ley que terminó aprobando el matrimonio entre personas del mismo sexo fue paralela a otra contra la reforma/racionalización de los horarios escolares de Francia. No pocos apoyan ese singular horario escolar que, con frecuencia, ofrece clases los miércoles y mantiene las clases los sábados por la mañana. Tengo entendido que el origen tuvo que ver con las exigencias de la Iglesia católica en el siglo XIX, para que los niños y adolescentes dispusieran de un día libre (el miércoles) para recibir clases de catecismo. Pero eso está perdido en el tiempo y en la memoria. Mis amigos enseñantes, en principio votantes de izquierda, tienen ese hábito anclado. No quieren cambiarlo. No tienen nada que ver con los opuestos al matrimonio gay, pero también tienen deseos, reivindicaciones e impulsos que castigan la popularidad de Hollande.
Por otra parte, en este otoño, una mezcla de poujadismo, revuelta fiscal, parcialmente empresarial y en parte sindical, ha bloqueado las carreteras de Bretaña contra la llamada ecotasa, un impuesto europeo, aprobado en tiempos del gobierno anterior (Sarkozy) y nunca aplicado. Esto ha coincidido con el cierre o las amenazas de cierre de algunas industrias de la región, sobre todo alimentarias. Los contestatarios han recuperado un tipo de bonete rojo de otros tiempos, que llevaban frecuentemente los campesinos y marineros, para construir un símbolo: “les bonnets rouges”. Recuerdan así otra revuelta fiscal bretona del siglo XVII. En días recientes, no han faltado los incendios y la destrucción de los arcos detectores del tráfico de camiones, los choques con la policía, el derribo de los puentes y radares de control del tráfico, o simplemente de los radares de velocidad. El gobierno ha aplazado de nuevo la aplicación de la ecotasa, pero eso no parece haber mermado la acción de los bonnets rouges. El día 30 de noviembre amenazan con relanzar su movimiento contra Hollande.
Hollande o su caricatura permanente
Penúltimo capítulo. En la fiesta que conmemora el fin de la I Guerra Mundial, una ceremonia solemne en la que Francia asumía siempre un pasado común, varios incidentes salpicaron los actos oficiales, tanto en París como en Oyonnax, localidad donde se recordaba una acción simbólica de la resistencia antinazi en la II Guerra Mundial. Hubo insultos, silbidos y desórdenes. Y no menos de 73 detenciones en los Campos Elíseos. Es cierto que destacados líderes de la contestación bretona o del pequeño comercio denuncian el uso ajeno de sus acciones; pero también es un hecho que movilizaciones dispersas, contradictorias, confluyen con rabia contra Hollande, caricaturizado como presidente débil, sin energía.
Los detenidos de los Campos Elíseos se movilizan para poner en duda la memoria oficial de los actos previos al centenario del principio de la I Guerra Mundial. Se suman con entusiasmo a la contestación callejera para debilitar la memoria de la resistencia, como hace pocos meses lo hicieron contra el matrimonio entre homosexuales. Como entonces, surgen personajes “instantáneos”: David Van Hemelrick, por ejemplo, 34 años, católico militante, que distribuye silbatos al paso de Hollande y que impulsa las acciones contra él. Se le considera promotor principal del movimiento “Hollande, dimisión”. Fue uno de los 73 arrestados del 11 de noviembre, en las inmediaciones del Arco del Triunfo, donde casi la mitad de los detenidos eran militantes del FN. Ellos afirman que ni siquiera llegaron a silbar a Hollande, que los empujaron antes a los furgones policiales. Había nostálgicos de Charles Maurras, disidentes del FN agrupados en el Mouvement National Révolutionnaire (MNR), que dirige Bruno Mégret, exlugarteniente de Jean-Marie Le Pen, grupúsculos extremistas diversos y simpatizantes de Robert Ménard, exsecretario general de Reporteros Sin Fronteros, hoy apegado a la extrema derecha.
Están dispuestos, unos y otros, a mantener una presión continua contra Hollande y sus decisiones. Poco importa si aprueba o congela la aplicación de la ecotasa. Da igual si seguimos comprando nuestro cruasán matinal y seguimos saboreando nuestra baguette diaria. Se trata de presionar como un pulpo político de brazos múltiples, como una especie de Tea Party a la francesa.
Dentro de la izquierda algunos requieren a Hollande para que reaccione, cambie de rumbo y de jefe de gobierno; pero no sabemos qué puede arreglar eso, porque hay una atmósfera social, económica y política que propicia la confusión. Prevalece lo instantáneo, como si fuera revolucionario, y lo conservador se muestra como si perfilara la ruptura hacia un porvenir más soleado. Y por ahora, no solo el Frente Nacional de Marine Le Pen, sino otras derechas más o menos extremas navegan felices en esas aguas. En Francia, las mareas del viejo poujadismo parecen vivas en el conservadurismo tecnológico, instantáneo, del siglo XXI.