François Hollande ha sido presidente de Francia entre numerosas incertidumbres: los golpes del terrorismo (Charlie Hebdo, los atentados de noviembre 2015, de Niza, etcétera), una serie de campañas callejeras y mediáticas muy hostiles, con frecuencia desaforadas o meramente injustificables. Frente a eso, Hollande tampoco ha doblegado al desempleo, como prometió, ni ha sido capaz de situarse a la altura que esperábamos en la Unión Europea: el eje franco-alemán fue más bien el eje Merkel-Schäuble.
Portada de Libération sobre la renuncia de Hollande a la reelección.Así, no podía ser de nuevo candidato. Ni siquiera en nombre de sus pocos fieles, desesperados por la zizaña y la división de su propio campo. En todo caso, hay que elogiar el hecho mismo de que se haya adelantado. Ha decidido dejar el campo libre a sus críticos de la izquierda.
El acercamiento peligroso de las derechas representadas por Marine Lepen (a un lado) y François Fillon (sólo un poquito más allá) ocupa ya casi todo el espacio. Hollande era una figura desgastada hasta límites imposibles: “Nadie podrá hacer bueno su quinquenio (en el poder), que fue un calvario político como si fuera un éxito rutilante. Desde el principio, al dar la impresión de que actuaba demasiado rápido o demasiado lento, François Hollande colocó un saco lleno de piedras en las espaldas de su gobierno”, escribe Laurent Joffrin.
Sus reacciones, que no faltaron, llegaron tarde. Le abandonó su electorado antes que las izquierdas diversas, enfrentadas entre sí. Y frente a la línea neoliberal dominante en la Unión Europea, no se mostró suficientemente crítico. Asumió una cierta austeridad ajena sin creer en ella. Dio la impresión del indeciso. Quizá Francia se resistió a destruir su modelo social, pero eso se mostró más en la calle que en el Elíseo.
División hollandista e ira conservadora
Otros asuntos, como la legalización del matrimonio homosexual, dejarán su huella en la historia; pero Hollande nunca alzó la voz lo suficiente frente a la Francia de la ira conservadora, muy movilizada. Y esa Francia es la que ahora puede instalar a Fillon en la presidencia.
Durante varios años, la Francia más oscurantista desplegó todos sus demonios mediáticos y callejeros. Ante esos agitadores, Hollande pareció carecer de determinación. Y cuando no fue así, cuando su figura recuperó otro perfil (frente a los golpes del terrorismo, por ejemplo) su popularidad subió. Fueron episodios breves, como un espejismo en el desierto del quinquenio.
Con un regusto de calma y amargura, Hollande ha abierto la puerta a una guerra sucesoria en la que ningún candidato de la izquierda parece a la altura. Uno de sus próximos ha descrito “el sentimiento de desperdicio, de odio incluso, de quienes –en su propio campo- se empeñaron en impedirle defender el balance presidencial, en el que no todo es tan mísero como pretenden”. Cuanta frustración hay ahí.
Hollande se enajenó a la izquierda social y también a la mayoría intelectual. Las empresas de comunicación que trabajaron para la oposición lo lograron e imprimieron -negro sobre blanco- los estereotipos más negativos: Hollande juguete, Hollande inane, Hollande sin talla. No supo responder, ni estuvo a la altura del debate contra esa hostilidad. Y no se despegó de la corrección neoliberal proveniente de Frankfurt, Berlín y Bruselas. Ese cóctel ha resultado letal para él. Su fracaso es también el de la izquierda reformista. ¿Es posible otra, se preguntan aún en lo que queda de socialdemocracia histórica?
En realidad, la fatiga del modelo Hollande representa el agotamiento, el cansancio de un cierto inmovilismo político europeo. Esa estúpida idea impuesta de que “no se puede hacer de otro modo”. Esa argucia de los señores de la crisis, que primero provocaron y luego se dispusieron a arreglar; de los ideólogos de una cierta globalización que empobreció a millones.
La imagen de elegancia honesta resultó demasiado simple para la mayoría. Oscura, insulsa, para la mayor parte de los franceses. “Honrado seguro, trabajador, evidentemente, pero incapaz de dar sentido, de ofrecer seguridad, de dar la impresión de autoridad en estos años de ira, duda y escalofríos”, afirma en Libération, Grégoire Biseau.
Candidaturas múltiples
Ahora la izquierda tiene un problema. No menos de una docena de políticos han expresado su voluntad de ser candidatos a la presidencia. Ahí se incluyen pesos pesados y ligeros, con carné de partido variopinto y personajes casi despistados en el siglo XXI. Veamos: Jean-Luc Mélanchon, Arnaud Montebourg, Bénoît Hamon, el verde Yannick Jadot, un candidato trotskista (como es habitual), los verdes (disidentes) Jean-Luc Bennhamias y François de Rugy, la senadora socialista Marie-Noëlle Lienemann. Me olvido de alguien, seguro.
Ah, y los indescriptibles Manuel Valls, actual primer ministro, socialista (nominalmente al menos), y el estrellita Emmanuel Macron, a quien Hollande lanzó a la carrera de manera casi inconsciente. Macron, promotor de las reformas menos sociales del último período del quinquenio, aparte de la reforma del contrato de trabajo (que compartió, de todos modos), es producto de una maniobra arriesgada –destinada al fracaso- del propio Hollande.
Pretendió ampliar su campo mediante la figura de un joven banquero neoliberal (o social-liberal, como se desee) surgido de sí mismo. Incomprensible.
Ante ese panorama, es difícil creer que la izquierda francesa tenga tiempo para recomponerse ante unos candidatos de las derechas (dos, esencialmente, Fillon y Lepen) que ya han hecho los deberes del camino hasta la primera meta. Alguien lo ha expresado de manera descarnada: “La victoria de Fillon muestra que estamos ante una derecha ultraliberal, sin complejos, que desea la muerte de la Seguridad Social y de los servicios públicos. Una derecha que lleva a cabo una ofensiva violenta contra los derechos de las mujeres y contra toda lógica emancipatoria de las últimas décadas”. Son palabras de Pierre Laurent, secretario general del Partido Comunista Francés, apartado de la competición por voluntad propia. Laurent ha advertido: “Nos amenaza la misma trampa que abrió la puerta al Brexit y a la victoria de Trump”.
Hollande se marcha con dignidad, pero detrás –de momento- no se ve a la abeja reina de su campo. Sólo se percibe el zumbido de un avispero. ¿Tiene la izquierda francesa tiempo para reaccionar? Ahora mismo, parece improbable. La distancia entre las promesas electorales y los logros fue enorme. Una vez más. Frente a todo eso, la decisión de no volver a presentarse honra a François Hollande. Es la primera vez que sucede con un presidente en la V República.
Enlaces:
«Y no se despegó de la corrección neoliberal proveniente de Frankfurt, Berlín y Bruselas.»
Aquí está la cuestión y algún día habrá que analizarlo con datos. De momento se sabe que en Francia no hay contratos basura, que no se tocó la seguridad social (vertiente sanidad ni vertiente pensiones) y que se reforzaron los servicios públicos. ¿Fue eso suficiente? ¿Se podía haber hecho más? No lo sé, pero Francia no se doblegó como lo hizo España en la noche trágica de Zapatero. De momento enhorabuena entre otros a la verdadera izquierda que, a falta de valor ( o recursos ) para la toma del palacio de invierno, de momento estará celebrando la caída de Hollande a la que también contribuyeron, como también ayudaron las portadas del Canard que tanta gracia me hacen.
En fin, Melanchon se sentirá más feliz, las manis serán más numerosas y Europa se sentirá más tranquila viendo caer el último bastión del equilibrio socialdemócrata».