En 1921 Raymond Weaber publicó un ensayo titulado “Herman Melville, marinero y místico”, que descubrió para el mundo literario la figura y la obra de un escritor que había permanecido ignorado por la mayor parte de sus contemporáneos europeos y americanos del siglo XIX, ensombrecido por el brillo de autores como Byron, Goethe, Charles Dickens, Walt Whitman o su amigo Nathaniel Hawthorne.
Ciertamente Melville no facilitaba las cosas porque a su carácter solitario y rebelde añadía una obra totalmente adelantada a su tiempo, una novelística que buscaba sobre todo penetrar en el alma de los protagonistas. Él mismo confesaba que lo que quería era escribir libros “destinados al fracaso”.
Melville nació en Nueva York el 1 de agosto de 1819, hace hoy 200 años. Descendiente de una familia de inmigrantes de origen escocés por parte de padre y holandés por su madre, tuvo una infancia acomodada gracias a los boyantes negocios mercantiles de su progenitor. Eran los años en los que Estados Unidos salía de la utopía agrícola de los últimos gobiernos de Jefferson y Washington y afianzaba el camino hacia la industrialización capitalista promovida durante las dos presidencias de Andrew Jackson.
La trágica muerte de su padre dejó a la familia (esposa y siete hijos) llena de deudas y en la miseria más absoluta y obligó a su madre a trasladarse a la casa de sus abuelos en Albany, donde no dejó de ser asediada por los acreedores del difunto marido. Herman daba clases particulares y sus hermanas cosían pero no era suficiente para mantener la economía familiar, así que cuando cumplió veinte años viajó a Nueva York y se enroló como marinero en un mercante que cubría la ruta Nueva York- Liverpool.
Después de esta primera experiencia se embarcó en un ballenero que hacía sus campañas al sur del Pacífico. No llegó a terminar este primer viaje porque un enfrentamiento con el capitán le obligó a desembarcar en las islas Marquesas. En este territorio sobrevivió milagrosamente a las tribus caníbales que lo poblaban hasta ser rescatado por un ballenero australiano que recaló en sus costas y lo trasladó a Honolulú. Cuando regresó a Nueva York en 1844 se prometió que nunca más volvería a navegar. Tenía 25 años.
La estancia en los balleneros alimentó una obra literaria que Herman Melville no comenzó a escribir hasta después de su boda en 1847 con Elizabeth Shaw, la hija del presidente de la Corte Suprema de Masschusetts, un matrimonio de muchos altibajos.
Después de unos primeros escritos, alguno de los cuales fue celebrado por la crítica por sus denuncias de la miseria social de los barrios pobres de Londres y Liverpool (“Redburn”) y de la irrupción de la civilización en los paraísos de los mares del sur (“Omoo”), en 1851 publicó “Moby Dick” y al año siguiente “Pierre”, ambas novelas inspiradas en sus experiencias de marinero en los balleneros.
Las dos fueron fracasos rotundos y Herman Melville se vio obligado a trabajar como aduanero en el puerto de Nueva York para sacar adelante a una familia que le causó algunos de los más graves disgustos de su vida: uno de sus hijos, Malcolm, se suicidó, y otro murió de tuberculosis.
Nunca dejó, sin embargo, de leer compulsivamente (su libro más estimado era el Quijote) ni de escribir. Novelas y poesía fueron los géneros a los que dedicó todos sus esfuerzos. Después de las dos obras citadas publicó otro de sus más apreciados textos, “Bartleby el escribiente”, y algunos relatos que pasaron más bien desapercibidos: “Benito Cereno”, “El estafador y sus disfraces”, la póstuma “Billy Budd” (también de tema marinero), así como una obra poética considerable y absolutamente ignorada: a destacar los 16 000 versos de su poema épico “Clarel”.
El aventurero de “Moby Dick” y el nihilista de “Bartleby” conforman los dos rasgos más sobresalientes de la personalidad de Herman Melville, que murió olvidado de todos en 1891, lleno de deudas y en la pobreza más absoluta.
La gran novela de aventuras
Algunos críticos consideran que “Moby Dick” es la mejor novela de aventuras jamás escrita. Para Harold Bloom es el paradigma novelístico de lo sublime, “un logro fuera de lo común, no importa que sea en la cumbre o en el abismo”.
Ciertamente, si exceptuamos los capítulos dedicados a documentar la anatomía, la historia y la industria ballenera (aunque no sobran porque están escritos “con vistas a las cosas postreras”), la lectura de este ya clásico de la literatura del siglo XIX resulta una de las experiencias más gratificantes para los aficionados a este tipo de narrativa, aunque hay que advertir que esta obra rompe los límites del género.
Porque “Moby Dick” es algo más que una serie de aventuras en los mares del sur narradas por un testigo privilegiado que vivió experiencias similares en la vida real. Se trata además de la inmersión del escritor en la mente fanática de un personaje shakesperiano, el capitán Ahab, cuyo objetivo vital es el propósito prometeico de satisfacer una venganza personal sobre una gigantesca ballena que en el pasado lo dejó lisiado de por vida al tronzarle una pierna.
La persecución de la ballena y el objetivo de acabar con ella ocupan por completo el pensamiento y la vida de Ahab hasta el punto de ahogarlo en una inconsciencia que lo lleva a poner en peligro la vida de todos aquellos que lo rodean, personajes heroicos entre los que hay varios parsis indios, seguidores del maniqueísmo de Zoroastro, que comparten con él los riesgos de una profesión suicida en un mismo espacio vital, el ballenero “Pequod”.
Así Starbuck, Fedallah, Stubbs, Flask , Queequeg o Ismael, el narrador, que representan los defectos y las virtudes de una humanidad que se siente cómoda en el universo de un mar lleno de peligros antes de regresar al puerto de Nantucket, una isla de la costa este de los Estados Unidos transformada por Melville en la esperada Ítaca, siempre acogedora después de un largo viaje.
Con constantes alusiones al maniqueísmo de Zoroastro y a los textos bíblicos, desde el nombre del narrador a las citas de los Libros de Jonás y de Job, Melville nos introduce en el insólito mundo de la caza de la ballena, imantados por la atracción fatal de un capitán Ahab en cuya personalidad se mezclan lo inhumano y lo sobrehumano.