Los países nórdicos se reconocen por su imagen limpia. Brillan también en múltiples estadísticas que parecen incontestables. Dejando aparte el caso finlandés, que es distinto, peculiar, sorprende estos días la quiebra de la imagen de Suecia por su discutible política ante la pandemia: una mezcla de prepotencia de las autoridades y de un cierto chovinismo nórdico que no dice su nombre.
En Suecia, el 16 de diciembre, el índice de contagios por Covid-19 era de 739 casos por cada cien mil habitantes. Casi tres veces más que Francia o España. Pese a ello, el gobierno sueco ha tardado meses en reconocer que para combatir la expansión del coronavirus tenía que imponer restricciones de actos públicos, actividades culturales, deportivas, reuniones, etcétera. Pero hasta pasada la primera semana de enero de 2021, los suecos no se verán obligados a llevar mascarilla en los transportes públicos.
Ese choque entre la realidad y la imagen estadística oficial que se ofrece hacia el exterior merece otra perspectiva en el caso de Noruega. En aquel país, Ingrid Lomelde, del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, World Wild Fund for Nature) lo considera -en términos clínicos- un caso de “disonancia cognitiva” [Le Monde, 24 de diciembre] por la contradicción entre su evangelio ecológico y el conjunto de sus prácticas medioambientales.
Noruega es un país líder en la implantación de las llamadas tecnologías verdes. Mientras, sigue siendo un gran productor de gas y petróleo, combustibles en enorme medida responsables, como sabemos, del calentamiento global. La esquizofrenia oficial de Noruega facilita que ese país –simultáneamente- se comprometa a alcanzar la meta de cero emisiones de carbono en 2030, doblando a la vez sus cuotas para fondos internacionales de lucha contra el cambio climático; mientras sigue expandiendo sus explotaciones de hidrocarburos hacia el Ártico. Noruega es el séptimo país exportador mundial de dióxido de carbono.
El 22 de diciembre de 2020 el Tribunal Supremo noruego ha reforzado incluso esa tendencia al fallar contra organizaciones ecologistas opuestas a la autorización de nuevas perforaciones petrolíferas en la región ártica. El argumento jurídico de los ecologistas noruegos se basaba en la contradicción entre el extractivismo masivo de petróleo, a cualquier precio, y lo que dice el artículo 112 de la Constitución del país, que afirma el derecho de los noruegos a disfrutar de una atmósfera limpia. Los denunciantes reclamaban la anulación de los polémicos permisos concedidos a trece empresas basándose también en que no respetan los compromisos asumidos por Noruega en 2015, en la cumbre climática COP-21 celebrada en París.
Noruega es un ejemplo casi perfecto de doble lenguaje ecológico. Una campiña verde y limpia en torno a Oslo, una imagen prístina de los fiordos, sí; pero al exportar el petróleo venden polución. El problema sólo desaparece de la vista de los ciudadanos noruegos. Según un estudio de 2016 de la organización Oil Change International, las emisiones de CO2 producidas por las exportaciones noruegas son diez veces mayores que la polución que sufre su propio territorio. Un cierto chovinismo local ha llegado a pretender que su petróleo contamina menos que el de Oriente Medio. A finales de noviembre, las autoridades han subrayado su voluntad de conceder 136 nuevos permisos en el Ártico. Olivier Truc, corresponsal de Le Monde en Noruega, sitúa ese ansia por ampliar las perforaciones en el norte del país en el nuevo contexto mundial: Joe Biden ha avanzado que piensa promover una moratoria para que no aumente la explotación de petróleo en el Ártico.
El gobierno de Noruega anunció hace tiempo que en el año 2025, todos los coches que circularan en este país escandinavo serían eléctricos. Cómo se extraiga el litio, el cobre y los minerales necesarios para fabricarlos, si se reciclan o no en los países productores de esas materias primas, es un asunto que no les concierne. En Noruega, las perforaciones en el mar de Barents son también contrapunto a la ideología del aire puro. La sentencia del Tribunal Supremo lo deja claro: “Noruega no es responsable de las emisiones [de gases de efecto invernadero] que causa el petróleo noruego y que puedan constatarse en otros países”.
La prosperidad noruega basada en el petróleo no evita un cierto debate político sobre el problema futuro para el país en un contexto de declive de los mercados de hidrocarburos. Sin embargo, en una encuesta de agosto, el 70 por ciento de los noruegos declaraba querer preservar su industria petrolífera, contra un 16 por ciento que se plantea otras opciones de futuro.
Por fortuna, no todos aceptan el statu quo. Therese Hugstmyr Woie, portavoz de quienes fueron a los tribunales para pedir el bloqueo de las autorizaciones de perforación en el mar de Barents, estima que “el Tribunal Supremo ha optado por ser leal al petróleo noruego antes que a los derechos ciudadanos a un futuro viable”.
En el programa La fache cachée des énergies vertes, que describí en un texto precedente, Hendrik Shiellerup, Director de la Comisión de Recursos Minerales de la Comisión Geológica de Noruega, era explícito: “Aquí hay un cierto nivel de hipocresía. Los políticos conocen bien el origen de los minerales [*se refiere al litio y a las tierras raras utilizadas en las baterías de los coches eléctricos], pero lo consideran menos importante que su objetivo de electrificar la sociedad noruega y de aumentar el número de vehículos eléctricos en nuestras calles”. En Noruega, la transición energética está muy avanzada. Uno de cada dos vehículos nuevos que se vende en el mercado del automóvil, es eléctrico. El comprador queda exento del IVA y tiene vía libre en los peajes. De modo contradictorio, los ingresos generados por el petróleo siguen siendo el motor principal de esa transición energética. En el documental emitido en la cadena Arte, Shiellerup añadía una frase lapidaria: “Tengo la sensación de vivir en una empresa de petróleo y no en un país».
Al menos, para compensar esa cara de petromonarquía nórdica, Noruega dedica no pocos esfuerzos (y fondos) a la solidaridad internacional en zonas de conflicto. Afronta esa especie de hipocresía singular mediante una mezcla de publicidad turística, discurso solidario, imagen estadística y fina diplomacia. Cuando se habla de la posibilidad de paz en el conflicto Israel-Palestina, de inmediato se recuerdan los Acuerdos de Oslo. Es inevitable.
En lo que se refiere al medio ambiente, si se tuvieran en cuenta los impactos de las exportaciones de un país en otros lugares del planeta, como parece que va a hacer el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo Humano, Noruega dejaría de ser la primera en esa clasificación de desarrollo humano de la ONU: bajaría quince puestos. No todos los discursos que verdean en las estadísticas son -según se ve- tan verdes como parecen.
LA OTRA CARA DE LAS ENERGÍAS ‘VERDES’ (artículos previos):
- El discurso que sueña con ovejas eléctricas
- La religión de los profetas del litio
Tercera entrega de esta serie, cuyo interés va en crescendo… En la segunda entrega nos preguntábamos por qué la transición hacia las renovables se basa en minerales fungibles que requieren de la explotación de los territorios y de las personas. Es el capitalismo que lleva negar la sociedad como relación.
En la entrega de hoy, la esquizofrenia de Noruega. Es la primera vez que la veo categorizada como petromonarquía que, en puridad es lo que es ¡Brillante! Se distingue de las mismas por que el destino de sus fondos soberanos (sus petrodólares) se decide en el Parlamento y porque, sobre el papel, sólo realizan inversiones éticas. No siempre ha sido así, pero en los últimos años el “sello” de transparencia en sus fondos y su apuesta interna (fácil, por otra parte, por estar conectados a la red “nórdica” y tener unas condiciones naturales privilegiadas para ello) por un sistema eléctrico renovable, nos ha llevado a olvidar que Noruega es uno de los principales exportadores, que no productores, de petróleo del mundo.